
Por Nicte G. Yuen
““¿Quién no ha escuchado
que la historia de la Llorona
tuvo su origen en el lugar
del que es oriundo quien narra?”
Leyendero
Valentín Rincón
Las nubes se habían pintado de atardecer. La temperatura comenzaba a descender gracias a unos vientos invernales que agitaban el lago. Yo aún dormitaba con mis pies sumergidos en el agua, trayendo a mi mente fragmentos de un día perfecto. Hacía media hora que me repetía, cinco minutos, cinco minutos, los últimos cinco minutos, y mi cuerpo en letargo continuaba respirando aquella quietud. Jalé aire con una sonrisa en mis labios porque un aroma cítrico lo impregnaba todo a mi alrededor.
—¡Mamá! —la voz de un niño calló de inmediato a los grillos que estaban de serenata —¡No, mamá, no que me lastimas!
Abrí los ojos. ¿Qué ha sido eso? Miré hacía atrás, tratando de localizar el lugar de donde provenía aquella voz. Rápidamente saqué ambos pies del agua. —¿Qué haces? —gritó una niña entre lloriqueos.
Mis ojos anduvieron de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, posándose en las aguas del lago y entre los árboles a la distancia. —¡No, mamá, me estás lastimando! —exclamó una tercera voz —¡No quiero, no por favor!
La niña lloraba con violencia. Las otras dos voces por momentos se confundían entre sí y se apagaban; sin embargo, el llanto de la pequeña no hacía más que intensificarse.
Los están lastimando. Sí, los… Una variedad de pasos se escucharon con claridad entre la maleza. ¡Qué demonios! Fue entonces que me levanté, buscando mis zapatos. Salté hacía atrás por puro instinto.
—¡Me duele, me duele! —los gritos de la niña mezclados con murmullos de pequeños infantes.
—Mamita, no lo hagas.
El silencio entre un grito y otro era absoluto. Y en medio de aquel silencio los latidos de mi corazón se aceleraron. No están aquí, estoy yo y es todo, hace al menos un par de horas que la última familia con niños se fue a casa. Y yo debí…
—Su padre los ama tanto
Una mujer, la voz de una mujer. ¡Qué estúpida soy, es ella!
—Él lo sabrá… Pero ya será demasiado…
—¡Mamá!
—¡Mamá, por favor, mamá!
Estoy segura que pasaron junto a mi. Lo hicieron mientras yo ataba los cordones de mi segundo zapato. No vi nada ni a nadie, pero alcanzaron a rozar mi brazo. Tres niños y una mujer.
Han entrado al lago. Lo está haciendo justo ahora.
—¡Mamááááááá!
Corrí. El sonido de aquellas aguas agitadas y los gritos de sus hijos me explotaron en los oídos.
—¡Cállenseeeeeeeeeeeeeeeeeeeee!
Las tres voces de aquellos niños se extinguieron.
El lago de Texcoco quedó en calma. El cielo era de un oscuro profundo porque era luna nueva. Los ha matado. Los ha vuelto a matar. Me detuve y respiré como enloquecida.
De reojo me pareció distinguir un vestido blanco. Estaba ahí, detrás mío, otra respiración agitada, goteando.
—¡Ayúdame! —la voz de la mujer golpeó mi rostro. Cerré los ojos, paralizada. Sentí un mareo, un escalofrío, unas manos que apretaban mis muñecas. Aquellas manos frías y húmedas ejercieron aún más fuerza contra mí, ascendiendo a través de mis brazos hasta el cuello.
Me quiere matar como lo hizo con ellos.
Y abrí los ojos.
—¡Ayúdame! —gritó acercando sus ojos a los míos. Yo quise rezar, juro que quise decir un Padrenuestro, el Avemaría, una jaculatoria al menos; pero tenía la garganta cerrada.
—¡Ay, mis hijos! —murmuró desde el interior de aquel rostro blanquecino. Sus labios tocaron mi oreja izquierda. Y volví a sentir su respiración contra mi rostro. Apretándose más y más.

