
Por Emmanuel Ochoa
Me arrepiento de ese trato, nunca debí aceptarlo. Extraño soñar. Se quedaron en la Cueva. “Todo tiene un costo”, dijeron, y creí que valía la pena. Una parte de mí lo sigue pensando. “Eres exitoso, famoso, y lo más importante, has podido cuidar a tu familia”.
Pero cada vez que duermo, sólo hay oscuridad. No veo nada, no escucho nada. Sólo a mí mismo, parado en medio de la nada, esperando a que suene la alarma.
¿Es tan malo? Me preguntó mi esposa una vez. No despierto cansado, mi cuerpo sigue estando bien. No tengo insomnio, y tampoco estoy quedándome dormido durante el día. Pero soñar… soñar es algo que todos debemos hacer, le digo.
Ocho horas de verme de pie, sin moverme, sin ningún tipo de suceso, no es algo que le desee a nadie. Si estuviera despierto, encerrado en alguna celda al menos podría pararme, moverme, meditar, hacer ejercicio. Sin embargo, ¿mientras duermes?
Necesito recuperarlos. Aunque tal vez estoy siendo egoísta. Si voy y se los pido de regreso, ¿perderé todo lo que tengo? ¿Mi casa, la operación de mi mamá, la escuela de mis hijos?
Ya pensaré en ello. Primero debo volver a la cueva, recorrer este camino enlodado, rodeado de gigantescas hierbas, a través de los pastizales que van ocultando tus huellas del viento cambia la forma del campo y si no te concentras, si no sabes a dónde ir, te perderás por siempre.
—Arrepentido, ¿eh? —escucho la seca voz, seguida de una risita, o tal vez de una tos. Nunca he sabido.
Miré al anciano, ese que sigue sentado sobre la roca con forma de gaviota que indica la mitad de camino, y que no me he perdido.
—Te lo advertí. ¡Ji, ji, ji! —añade cuando paso junto a él, siento parte de su saliva después de la risa/tos como si fuera una brisa.
Luego de pensar un poco, me detengo.
—¿Podré recuperarlos?
—¡No lo sé, no lo sé! ¡Ji, ji, ji! No son muchos los que vuelven, y menos los que salen vivos de la cueva.
—¿Tú sueñas?
—Yo sueño, yo sueño. Sueño los sueños de los soñadores perdidos.
Intrigado, pensativo, sigo cuestionándolo.
—¿Te quedas con los sueños que dejamos en la cueva?
—No, no. Yo no voy ahí. Ella no me deja entrar, y yo no quiero entrar. Los sueños vagabundos vienen hacia mí, algunos se escapan de la cueva, cuando ella está llena,, algunos vienen.
¿Se escapan, los sueños?
—No, no he visto ninguno tuyo —dice como si hubiera leído mi mente—. Esos siguen adentro.
Trago saliva, miro al horizonte, donde la montaña tiene un aura azul en la cima y que contrasta con las nubes negras que flotan en el cielo.
La noche se acerca y me acuesto en los pastizales, asegurándome de que mis pies apunten hacia donde debo seguir. La montaña donde la cueva aguarda parece moverse luego de dormir. Los viajeros pierden el rumbo, a menos que en la noche coloques tus pies en dirección al último lugar donde viste la montaña.
Tiento la tierra debajo, siento las huellas de viajeros. Parece que unos van y que otros vienen. Los que vienen, ¿ya habrán perdido sus sueños o pudieron recuperarlos? Mientras tanto, mis párpados se cansan, pero no quiero dormir, no deseo sumergirme en la misma y monótona oscuridad. Pero no hay escape.
Finalmente escucho un graznido. Abro los ojos, el cielo pintado del naranja del amanecer atraviesa parte del pastizal sobre mi cabeza. Escucho los graznidos de un cuervo, y procuro levantarme con cuidado, para evitar mover mis pies demasiado y perder el camino. Ese cuervo siempre intenta que los viajantes se extravíen.
—Te has equivocado —dice el pajarraco, hembra.
—No —contesto, levantándome, poniendo atención a donde apuntan mis pies—. Es para allá —le señalo al frente.
—¡Ahí no hay nada! Mira, mira con atención.
Tiene cierta razón. La montaña está ligeramente movida. Pero sé el camino.
—Cállate y déjame seguir.
El ave aterriza, perdiéndose entre los pastizales. Su voz se sigue escuchando.
—Te perderás. Muchos se han perdido. Y dejan sus sueños por aquí. Algunos son deliciosos, dulces, tiernos. Otros son amargos, agrios. Pobres. ¿Quieres saber a qué saben los tuyos?
Que ese pajarraco tenga que venir hasta acá para molestar significa que estoy a unas horas de llegar a la cueva.
—Debo seguir. Déjame solo.
A mis espaldas, después de un graznido más, la oigo decir:
—¡Ella te espera! Sabe que vas para allá. Y tal vez me dejé probar tus sueños.
No cruzo camino con nadie más. Rara vez ocurre, según las leyendas. Nunca te toparás con alguien con tus mismos sueños, por más similares que sean. Vi huellas, ramas del pastizal dorado rotas, señales de que otras personas continúan pasando.
Finalmente, a pesar de lo que parecía una montaña movida en la distancia, la entrada de la cueva aparece frente a mí. Hay un viento que sopla desde su interior, siempre a una temperatura diferente al exterior, así sabes que no es uno natural. Algo más lo impulsa en el interior.
Miro una vez hacia atrás, el campo dorado ahora se ve gris, desteñido, una neblina cerniéndose. No importa más. Entro a la cueva.
—Vienes a recuperar tus sueños —suena su voz.
Apenas di dos pasos adentro, la misma oscuridad que aparece mientras duermo me envuelve. Ahora no parece haber diferencia entre estar despierto y dormido.
—Los necesito de vuelta.
—¿Por qué? Ya tienes todo lo que querías, lo que tus sueños deseaban, ¿o no?
—Sí —dudo, pienso—, pero…
Pero no es lo mismo. Soñaba con un trabajo bien pagado, reconocido.
—Que te diera la oportunidad de cuidar a los tuyos.
Había olvidado que leía las mentes.
—Virginia Woolf una vez dijo: “Quien nos roba los sueño, nos roba la vida”.
—Yo no te robé nada. Tú me lo diste.
—Entonces me los robé a mí mismo y perdí mi vida. Hay algo que está mal con esto.
—Ustedes los humanos siempre creen que algo está mal. Aunque todo vaya bien, siempre quieren algo más. Ni con la perfección serían felices.
—Necesito dormir de nuevo, soñar, no importa si son pesadillas. No puedo continuar así mi vida —suplico. Noto, en la oscuridad, lágrimas en mis mejillas.
—¿De qué te sirven tus sueños? Ya tienes tus deseos garantizados. Tu familia vivirá bien. Tú tendrás una vida larga. Morirás en paz y tranquilo. ¿Para qué te sirven los sueños ahora?
—No lo sé —contesto distraído, pensando sin encontrar respuesta, el por qué quiero soñar de nuevo—. Pero no puedo dormir y quedarme en la oscuridad hasta que me muera. ¿Qué tal —pregunto con miedo— si al morir todo es exactamente igual? Nada más que oscuridad perpetua, sin nada más por hacer? Solo estaría desperdiciando ahora mi vida. Quiero ver, sentir, vivir mientras duermo. Por favor, dame de vuelta mis sueños.
Pasan los segundos, y cada instante que pasa siento cada vez menos mi cuerpo. Ni mis brazos ni mis piernas. No sé ni siquiera si tengo los ojos abiertos o cerrados. Poco a poco, las lágrimas se secan.
Tal vez estoy muerto ya.
Pero su voz me recuerda que aún sigo aquí.
—Si te regreso tus sueños, es posible que pierdas todo lo que ahora tienes. No controlo los tratos, solo los aplico según me pidan.
Medito en eso. ¿Qué pasará con mi familia? ¡No, espera! Si te quitan lo que ahora tenías, lo recuperarás. Requerirá trabajo, mucho. Quiero soñar, y soñar en que ayudo a mis hijos, que le doy una vida feliz a mi esposa, que soy el hijo que mis papás creen que soy.
Prometo hacerlo…
—Prometo seguir mi vida. Solo, por favor, dame mis sueños y mis pesadillas de regreso.
Abro los ojos de repente, y salto de la cama. Mi corazón palpita con fuerza.
—¡Amor, por dios! ¿Qué pasó?
Una luz se enciende de repente, debo cerrar los ojos brevemente. Miro alrededor, acostumbrándome a la iluminación. Es mi habitación, de paredes grises y algunos cuadros colgando. Miro al frente, al televisor que tenemos, el reflejo me muestra sudando y agitado, y mi esposa preocupada.
—¿Tuviste una pesadilla?
Noto que empiezo a sonreír.
Nunca me han gustado las historias que al terminar, te preguntas si todo fue solo un sueño o fue algo real. Es un giro de trama de autores que no saben acabar una historia. Sin embargo, ahora que miro alrededor, y apenas recuerdo la cueva, y al anciano y al pajarraco…
—Sí —le contestó, feliz—. Fue sólo una pesadilla.
Creo, espero. No importa.

