
Por Missael Mireles
Esther perdió a Carmín, su hija, el mismo año en que la joven había cumplido veintidós, víctima del tormento provocado por una severa depresión. La culpa que sentía la abrumó durante un tiempo aparentemente interminable, el cual ni siquiera era capaz de contar; se castigaba mencionándose a sí misma el no haber sabido cómo ayudarla, ni comprender su sentir y su dolor. “No le falta nada, no entiendo por qué se siente así”, era una frase que le mencionaba a José, su esposo, o a sus familiares.
Dichas palabras le hacían sentir como una daga ardiendo al rojo vivo clavada en su corazón. Si al menos hubiese intentado de verdad, si hubiese sido un poco más empática y comprensiva. Era un auténtico infierno, una enfermedad grave y mortal de la que ignoraba si podría encontrar cura alguna.
La tortura mental y emocional no cesaba ni ante las palabras de apoyo de todos sus seres cercanos. Todos coincidían en una cosa: Esther no era culpable del suicidio de su hija, de esa fatal decisión que la joven tomó por voluntad propia. En cambio, su interior, su conciencia, le decía lo contrario y era el único criterio válido para ella. Casi un año había transcurrido desde aquel fatídico día, y en el velorio, Esther juraba que ese escenario no era real. Quería convencerse de que estaba viviendo una pesadilla. Fue a partir de ahí que hubo un cambio indescriptible en su vida, como si hubiese entrado en una dimensión extraña y ajena a lo que ella conocía y disfrutaba. Era una montaña rusa: en ocasiones, aseguraba haber podido superar la pérdida, en otras, creía no tener esperanza alguna.
Un día, cerca de las cinco de la tarde, logró sentirse lo suficientemente estable como para, por lo menos, sentir apetito como en un día normal. Fue posible con la ayuda del Padre Donaldo Núñez, diácono de la Capilla de Santa Gabriela, cercana al domicilio de Esther, y psicólogo de profesión.
-A ella le gustaban los tatuajes- dijo la mujer con voz suave, casi susurrando, dentro de la oficina de Donaldo- tenía uno en el antebrazo derecho de un colibrí alimentándose de una lavanda.
– ¿Y significaba algo para Carmín? – la curiosidad del Padre Donaldo por el tatuaje le hizo formular esa pregunta, con la esperanza de que la respuesta de Esther le brindara información valiosa para la sesión.
-Sí. Decía que el aroma a lavanda la tranquilizaba, incluso, tenía una planta en nuestro jardín. Jamás la descuidó. Y ella se sentía identificada con el colibrí, porque el mismo olor era como su néctar, ya que era la única cosa capaz de poder calmarla en sus momentos más pesados.
-Muy bien- el Padre abrió una libreta marrón, y revisó apuntes que había hecho previamente-. Respecto a la culpa y el remordimiento, ¿cómo te has sentido al respecto? – ante la cuestión, Esther permaneció brevemente callada.
-No sé. En verdad, no sé qué pensar. Pude haber hecho más, la pude haber salvado, pero le fallé, le fallé como mamá- y rompió en llanto. Donaldo permaneció quieto, sin emitir palabra alguna, sintiendo pesar por la dolida mujer. Esperó lo necesario, hasta el momento en que el llanto de Esther había disminuido. El Padre se levantó de su silla, y colocó su mano en el hombro izquierdo de la mujer.
-Aunque no hayas sabido cómo ayudarla en su momento, nada de eso significa que hayas sido una mala madre. Deja te cuento algo, Esther- dijo sentándose junto a ella- en este rubro, el de la psicología y la salud mental, es muy común tener ideas respecto al apoyo hacia quienes padecen de este tipo de problemas: nadie nos prepara para saber afrontarlos o sobrellevarlos. No es justo para ti que te castigues por tu situación actual, no existen culpables, y eso te incluye a ti- en medio de su discurso, Esther levantó la mirada, y el Padre Donaldo percibió la inocencia y cariño propio de una madre, mezclados con un profundo dolor-, no importa cuántas veces te mortifiques y autoflageles, no va a cambiar la realidad. No hay pecado ni culpa que debas pagar. Tú eres una madre afectuosa, y en su momento, hiciste lo que pudiste con lo que sabías.
Esther limpió sus lágrimas con un pañuelo desechable. Sus exhalaciones sonaban temblorosas. En cada suspiro, su llanto cesaba. Juntó las manos sobre sus muslos, y continuó respirando por unos instantes más.
-Padre, ahorita sólo quiero paz, quiero poder dormir y comer, siento que no puedo con este peso. Ya casi va a ser un año, y me siento en el mismo hoyo del que no he podido ni sé cómo podré salir.
-Para empezar- añadió Donaldo- debes dejar de culparte. No voy a decirte “ya pasará”, eso no ayuda, pero, tienes que estar consciente de tu valor como madre, de que diste lo mejor de ti e hiciste lo que estuvo en tus manos para ayudar a Carmín en su momento. Sólo quiero que confíes en ti, y, sobre todo, que confíes en Dios- acto seguido, el Padre le entregó un rosario protegido por una caja de plástico redonda. No fue sino hasta finalizada la sesión que Esther volvió a sentir algo de calma. El brillo del atardecer cubrió su rostro, y una sensación cálida recorrió su ser.
*
A diferencia de Carmín, Esther no sentía un gusto en particular por los tatuajes; no los aborrecía, aunque tampoco eran algo de su agrado. Hasta ese día, en que decidió honrar la memoria de su hija compartiendo ese gusto. Un colibrí alimentándose de una lavanda en su antebrazo derecho. Esther se sentía un tanto extraña por esa decisión; en su vida se había imaginado que alguna vez sentiría el característico dolor que implica tener un tatuaje en la piel, no obstante, al apreciar la ilustración en la parte inferior de su brazo, estaba segura de haber tomado una decisión que valió la pena.
– ¿Te duele, mi vida? – preguntó José, su marido, mientras observaba el tatuaje enrojecido en la piel de su esposa. Ella asintió suavemente, sonriendo al mismo tiempo.
-Algo. Con suerte, espero no me dure toda la semana- le respondió. Aquel dolor, real y molesto era, a su vez, insignificante en comparación al campo de batalla presente dentro de sí. Miraba a su esposo mientras éste conducía y, después, desviaba su atención hacia la infinidad de autos que circulaban por las calles.
Sentía envidia por ellos, por todas esas personas cuyas vidas aparentaban ser perfectas, o, por lo menos, normales y cotidianas, en las que sólo existían problemas sencillos, comunes y libres de pesares. Hacía meses que Esther había dejado de sentirse igual que ellos y esa poderosa razón le hacía envidiarles.
El dolor del tatuaje tenía una participación en ese pensamiento; era un recuerdo de su peor error, como lo consideraba, permanente en su ser por lo que le restaba de vida.
-Te amo, cariño- habló José, sujetando la mano izquierda de Esther. Ella volvió a sonreír, al mismo tiempo en que respondió al gesto de su marido acariciando sus gruesos dedos varoniles-. Vamos a salir de ésta juntos. Nunca te haré sentir sola ni nada de eso. Este es un dolor que compartimos, y sólo quiero que sepas eso. Tengamos fe y esperanza.
-Gracias, Pepe, también te amo- le respondió. Sus ojos se humedecieron, y delgadas líneas transparentes se formaron en sus mejillas. Pensó en el Padre Donato, en sus familiares y amigos; seres humanos que, en conjunto, conformaban algo similar a una bendición.
*
Tuvo un sueño, apacible y doloroso a la vez. Soñó con Carmín, aunque no había sucedido nada extraño, o sobresaliente.
Tan sólo volvió a verla, en una sucesión de escenarios donde abundaba una vida tranquila, normal, pero vasta y alegre. Era un día semejante a aquellos distintivos de la primavera: cálidos, y cielo azul por doquier. En una escena, comía junto con ella en la sala de su casa, con el único sonido de sus voces unidas en una conversación amena. Luego, una transición, como si dicho cambio hubiese sucedido por un simple parpadeo. Esta vez, ambas caminaban por una calle transitada, abundante de distintos comercios y rostros despreocupados. Se detuvieron en una panadería, cuyo aroma delataba que el pan era de lo más tradicional, característico de los barrios viejos y tranquilos.
Carmín fue la única que había entrado en el local. En ambas manos sostenía unos panques aparentemente de naranja. Extendió un brazo hacia Esther, y ella recibió el pastelito.
-Te quiero mucho, mami- escuchó la voz de Carmín tal cual como su estuviera con ella en vida. Y despertó, con lágrimas en sus ojos.
*
Cuando volvió a ver al Padre Donato, tenía dos cosas importantes para contarle. La primera fue aquel sueño, impregnado en su memoria como una cicatriz apenas visible en la piel. La siguiente se trataba de un suceso indescriptible: el tatuaje en su antebrazo derecho había desaparecido, sin dejar marca ni rastro alguno. Esther no supo describir el suceso, ni cómo otorgarle realidad. No obstante, tampoco se trataba, misteriosamente, de un hecho importante para ella; no deseó desgastarse por ello. De lo único que estaba segura era de haber sentido alegría, quizás algo de nostalgia y un dolor cada vez más compasivo cuando, en el sueño, escuchó las palabras afectuosas de Carmín. De alguna forma, sintió más real esa escena que la extraña desaparición del tatuaje.
La sesión con el Padre Donato terminó en un profundo abrazo, y con la afirmación del clérigo de que Esther tenía total libertad de acudir con él cuantas veces quisiese, cuando lo considerase necesario. Salió de la oficina del Padre, a paso lento, y apreciando el colorido jardín que adornaba el exterior de la capilla. Y percibió un suave movimiento en el aire de reojo.
Un colibrí, alimentándose de una flor de lavanda.
