En el muro

Por Nicte G. Yuen

“Yo había visto lo que había que ver.

Los cuentos habían sido contados.

Habían concluido”.

El hombre ilustrado.

Ray Bradbury

Los perros, el colorado y el tuerto, olisquearon al hombre, de sus manos se desprendía un olor a carne, cebolla, cilantro, tomates verdes y chiles serranos. Sus lenguas acariciaron la mano derecha; sin embargo, éste permaneció con la mirada clavada en los restos del muro fronterizo. Avanzó un poco más bajo el resguardo de la luna creciente. El Colorado continuó lengüeteándole la punta de los dedos, mientras el Tuerto ya se había echado panza arriba. A sus espaldas las luces de la ciudad se iban apagando. La temperatura descendía.

Estoy aquí, viviendo lo que jamás pensé posible; en el mismo lugar donde mis padres murieron hace más de treinta años, encima de la misma tierra donde mis tíos y mis primos murieron en su vano intento por cruzar…

La voz en la garganta del hombre se quebró. Con las rodillas tocando la tierra arenosa, sus ojos alcanzaron a percibir a detalle las piedras demolidas. Extendió entonces ambas manos para tocar aquellos restos mientras en el interior de su cabeza recitaba una oración. Por un momento tuvo la certeza de sentir a su madre acariciando su mejilla, con el aroma de su perfume inundándolo todo, y el viento revolviendo sus cabellos. 

Se lo reproché por tantos años, murmuró el hombre mirando fijamente al Colorado, con un odio y una tristeza que me ahogaban. El perro le tendió la pata y le devolvió la mirada. Y es que me dolió que mi padre se fuera, sí, me dolió mucho; pero que mi madre se fuera con él, que decidiera dejarme con los abuelos… Eso me mató… No me di cuenta en ese momento porque era muy joven… Me despedazó. Entonces uno crece y la vida te golpea hasta que muerdes el polvo… Bueno, que te digo mi amigo peludo, ahora entiendo sus razones. No había trabajo ni comida en la mesa… Y me tenían a mí…

El hombre se dejó caer contra el suelo, su frente tocó la tierra. Y cerrando los ojos lloró. Lo hizo por sus padres, sus tíos y primos, por aquellos parientes cuyos nombres había olvidado; también por sus abuelos quienes lo criaron, quienes sacrificaron todo y más por darle estudios. Después derramó lágrimas por la guerra, por las víctimas de aquellos enfrentamientos contra el pueblo de las barras y las estrellas; finalmente, su llanto fue de alivio, todo había terminado y el muro había caído. Sobre él, ondeando en el firmamento repletó de constelaciones, la bandera le abrazaba.

Los perros comenzaron a ladrar junto al hombre tendido.

-¿Amigo, está usted bien?

-Sí.

-¿Está seguro de eso?

-Sí, porque ya terminó la guerra – dijo alzando la cabeza.

El hombre abrió los ojos, ahora enrojecidos y sucios. Jaló aire con fuerza y trato de incorporarse. El Colorado y el Tuerto dejaron de ladrar. Madre, padre, abuelos, pueden estar en paz, ya terminó, la frontera no existe. Y yo estoy bien, ahora estoy bien. Pensó mientras apretaba uno de los fragmentos del muro entre sus manos.

-Lo entiendo, yo también vine a ver con mis propios ojos cuando comenzaron la demolición, es que sino jamás lo iba a creer.

-Me hubiera gustado estar presente, pero vengo de lejos.

-¡Venga conmigo! Usted necesita un trago.

El hombre asintió con la cabeza y enseguida comenzó a limpiarse la cara con su camisa. Regresaré a casa y les contaré lo que he visto. Estaba seguro que nunca antes había necesitado llorar con tanta urgencia.

-¿Es cierto que se juntó mucha gente?

-Más raza de la que se puede imaginar. ¿Un trago de tequila o una cerveza?  Mire que razones para celebrar tenemos. 

– Es usted muy amable, con gusto le acepto el tequila – respondió volviéndose a fajar la camisa – ¿Tendrá también algo de comida para mis amigos?

El Colorado y el Tuerto comenzaron a mover las colas como si hubieran entendido que se trataba de ellos. 

-Claro que sí, vengan los invitó a mi casa.

Ambos hombres sonrieron.