Brazos de tamalera

Por Maggo Rodríguez

Al mediodía de un innecesario miércoles estaba platicando con ella. Una cosa llevó a otra y de buenas a primeras me la soltó, “amiga, se te están haciendo los brazos de tamalera”. Empecé a ignorarla cuando dijo que me lo decía “por mi bien”, siempre es por eso, ¿no se saben otra? 

Ella seguía con su monólogo, recomendando que si el ejercicio, que si el canal del influencer fitness, que si la moringa o los geles reductores. Me entraba por un oído y salía por el otro, no había pedido instrucciones para quitarme “las alitas de Batman”. Yo sonreía, asentía y agradecía los consejos, porque eso hacen las “damitas bien”, callarse la boca y sonreír.  

Continuó con los consejos de la modista (que claramente ella no es). Pensé que después de todo el diseñador que consultaba a Jenny Rivera tenía razón: para una figura esbelta se ocultan hombros y brazos. Pero Jenny poco atendió a esto y con sus vestidos descubiertos de arriba se veía fenomenal. Repasaba todas las blusas que tendría que tirar si yo sí le hacía caso al sastre: la rosa satinada que encontré en descuento, la café que me regaló mi mamá, la strapless que Clau me ayudó a escoger, ¡mi crop top, el que tardó dos meses en llegar!  

Para este punto sentí que si le bajaba la mirada ella ganaría, no me iba yo a dejar. Seguí sonriéndole y muy disimuladamente sentí la parte flácida de mis brazos, sí, aquello estaba aguado. Pero luego me apreté un poco los bíceps, “los conejos”, esos que le ganaron en la prepa a Joel, en una reta de vencidas; los mismos que aventaron chorrocientas mil veces balas, jabalinas y martillos para competir contra las mejores deportistas del estado. Sí, están medio fofos de abajo , pero mis extremidades siguen firmes, como el puño que alzo cada año en las protestas de marzo. 

Éstos, mis brazos, morenos de tanto quemarlos al sol cargando la ropa para lavar, de asolearse en quién sabe cuántas paradas de tantas rutas del camión, de los que me sostenía después de la operación, cuando sentía que me había transformado en un escarabajo panza-arriba, se habían deformado según la mirada vanidosa de mi amiga. 

Quizá notó que me quité el suéter mientras remató con la típica “pero no te vayas a ofender”. Ese día llevaba la blusa negra sin mangas, la que combino con el collar rojo. “Para nada”, la respuesta diplomática que mi boca pronunció, la que oculta un “¿y a ti qué te importa?” de lo más profundo de mi corazón. 

¿Qué más le da si la flacidez de la piel de mis brazos se mueve como gelatina si alzo los brazos para corear las canciones de José Andrea a todo pulmón en su concierto? Gordos o no, mis brazos me ayudan a darle un plus a mis fotos, esas que ya no temo capturar de cuerpo completo. Y no se diga en las fiestas, casi que son quienes ponen el ambiente, Me han ayudado a cobijar en los momentos más difíciles a quienes quiero, dándoles un abrazo de oso. Lo menos que les debo es cariño, respeto, amor. 

Qué burda su manera de andarme comparando de forma despectiva con una tamalera. Habló quien nunca ha batido la masa con manteca, esa que por más que uno puja nomás no se esponja ni flota en el condenado vaso de agua. Se necesitan brazos fuertes para arrimar la leña; manos constantes para dejar limpias las hojas y llenarlas en chinga con la masa y el relleno; ah, y no se diga si son de chile, las manos le arden a una como si se las hubieran pelado con un cuchillo. Es una friega cargar la vaporera llena de los tamalitos que se van a cocer y luego te quemas esos mismos brazos con el vapor que les sale cuando los destapas para ver si ya están listos, ¡ya quisiera yo tener brazos de tamalera!