Minificciones Navideñas

El Santa

Por Emmanuel Ochoa

El niño bajó las escaleras con su pijama de ositos. Apenas abría un poco los ojos y las luces de colores del árbol navideño le iluminaron el camino. Escuchaba ruidos desde hacía un rato.

Las luces navideñas mostraron una silueta moviéndose y los ruidos continuaban. El niño, con sus calcetas gruesas sobre el piso de madera, se acercó en silencio. Observó, arrodillado delante del árbol, una persona con un regalo en la mano y un saco a su lado.

—¿Eres Santa? —murmuró el niño en medio de un bostezo.

Aquella figura se detuvo en seco. Levantó la vista. El niño observó un pasamontañas rojo en la cabeza de la persona delante.

—Ve a dormirte, niño —le contestó.

—¿Vienes a dejarme regalos? 

—Sí, ahora vete a dormir. ¡Ya!

—¿Sabes? De verdad quiero la figura de Batman con su batimoto. ¿La trajiste? ¿La que puse en mi carta?

—¡Sí, sí! Ya vete —gruñó.

Cuando el niño se dio media vuelta, el ladrón continuó metiendo las cajas de regalo en su saco. Pero cuando tomó la última, se quedó quieto. Rasgó un poco el papel que envolvía el regalo, y lo acercó a la luz del árbol. Observó el logo de Batman. Abrió el saco donde estaba guardando las cosas. Dudó un momento, y decidió dejar el regalo bajo el árbol antes de escapar de la tercera casa a la que entraba esa noche.

El regalo navideño de mi hijo

Por Alejandra Maraveles

Con mucha ilusión, cuando mi hijo era pequeño, preparaba cada año la producción de los regalos el 24 de diciembre para que él se sorprendiera y siguiera creyendo en la magia navideña. Hace un año, él ya es un adulto, me confesó que desde que tenía 8 años supo que yo era Santa, pero asumió que como hacía tanto esfuerzo era algo que me encantaba y decidió no decirlo para que yo siguiera disfrutando de la Navidad.

El vestido bonito

Por Emmanuel Ochoa

Sandra había comprado todos los regalos navideños durante el Buen Fin, pelando para obtenerlos. Había un castillo de princesas en la parte superior de una repisa. Una señora intentó ganarle, pero Sandra era más alta y sólo poniéndose de puntillas le ganó.

Encontró un balón de fútbol de las Chivas, con dos hombres enfrentándose por éste.

—Lo quiero para que mi hijo deje de ser maricón —gritó uno.

—Lo quiero para mí —respondió el otro.

Distraídos ambos, casi agarrándose a golpes, Sandra tomó discretamente el balón y salió corriendo.

Fue a la sección de ropa porque su esposo necesitaba calcetines. Luego vio lo más lindo. Era un vestido rojo con botones dorados y bordados blancos. Lo admiró varios minutos, mientras a su alrededor la gente tomaba la ropa en oferta y la desgarraba intentando ganarla.

En Navidad, Sandra, sus dos hijos y su esposo se sentaron debajo del árbol. Abrieron sus regalos. Su hijo Toño gritó de emoción con el castillo para su recién coronada princesa. Angélica, su hija mayor, apenas abrió el balón empezó a hacer dominadas con éste. Su esposo, Gabriel, agradeció los calcetines, pero él quería una nueva consola de juegos.

Cuando terminaron, Sandra fue al armario y sacó una caja.

—¿Vamos a entregarlo? —preguntó. Guardaron silencio y asintieron sonrientes.

Los días Navideños atraen a muchas personas al panteón. Es un día de recuerdos. Sandra caminó con su familia hasta una lápida. Se arrodilló.

—Mira lo que te compré en el Buen Fin —dijo mientras abría la caja y sacaba el vestido rojo de bordes blancos y botones dorados. Lo pusieron sobre la lápida.

Cubrieron el nombre, dejando expuesto sólo las fechas. 2012-2018.

—Ojalá te hubiera comprado más vestidos bonitos —murmuró Sandra.

Feliz Navidad, mi cielo

Katya López

La vida de Ana María se había vuelto rutinaria, cada mañana despertaba gracias el aullido de los perros del vecindario, antes de levantarse de la cama, limpiaba sus ojos llenos de las lagañas que le impedían abrir sus ojos por completo y al levantarse, se estiraba lo más fuerte que podía.

Su desayuno era siempre el mismo: un plato de fruta y treinta y ocho gramos de pasas, y claro, no podía faltar su bebida preferida, canela recién hervida, tres cucharadas soperas de café y dos de azúcar morena.

Esperaba tranquilamente a que dieran las nueve de la mañana, para calentar agua y darse una ducha, para después salir al mandado, más que nada, para salir de su solitaria vivienda de la cual se negaba a desprenderse, pues ahí se encontraba cada recuerdo y momento de felicidad y amargura al lado de su ya fallecido esposo.

Una navidad más llegaba, así como el invierno chirriante, Ana María esperaba con ansias la noche buena, el único día que se permitía extrañar a quienes ya no estaban en vida.

Como si fuera día de muertos, diez días antes del 24 de diciembre, postraba en su sala un altar navideño, ahí colocaba fotos de sus seres queridos y amigos que ya no estaban, en primera fila, un gran marco con el retrato de Pedro, su esposo, aquel hombre con canas y arrugas poco visibles, pero no lo suficiente para la edad que tenía al momento de tomarse tal fotografía, un regalo de bodas número quince para Ana María, tan exquisito como el día en que contrajeron nupcias. Además de los retratos, colocaba buñuelos, un trozo de pavo jugoso y ponche con piquete de su más antiguo tequila.

Hacían ya nueve largos y lentos años que pasaba nochebuena acompañada solamente de aquel altar en memoria a sus fallecidos, no los olvidaba, añoraba pasar una vez más las fiestas, acompañada por cada uno de ellos, aunque fuera imposible, imaginaba y visualizaba como sería tenerlos una vez más.

Aquella mañana del 25 de diciembre, Ana María despertó gracias al escandaloso olor a ponche dentro de la olla de barro curado, se preguntaba si lo había dejado sobre la estufa encendida toda la noche o si solo era el olor impregnado por toda la casa.

No había notado siquiera que había dormido en aquel viejo sofá frente a su altar, al levantarse se acercó al altar y les deseó a cada uno felices fiestas, se dirigió a la cocina, sin pensarlo, dio los buenos días, no le parecía extraña la figura frente a la mesa, en cambio, Ana María recibió un: “Feliz navidad, mi cielo”.

Ana María creyó que estaba imaginándolo pues no se inmutó a regresar la mirada hacia aquella figura detrás de ella, solo esbozó una sonrisa mientras se servía ponche. Al girarse, encontró a su Pedro a punto de levantarse de la mesa. Creía que por fin había perdido la cordura, que estaba soñando o alucinando por el tequila en el ponche. Pedro, finalmente se levantó de la silla y se acercó a su amada para darle un abrazo.

Ana María lo había comprendido, no preguntó ni interrogó su presencia, estaba contenta, no le importaba nada más, sabía que ya no pasaría otra navidad sola.

Papá nunca está

Por Emmanuel Ochoa

Felipe abrió brevemente los ojos. Estaba escuchando ruidos en la sala. Su mamá, luego de la cena, le dijo que ya se fuera a la cama, que compartía con sus otros dos hermanos, más grandes que él. Nadie tenía su propia cama en esa pequeña y fría casa.

—Quiero esperar a ver a Santa —contestó adormilado.

Se había dormido, pero ahora pudo abrir los ojos y vio una silueta sobre el pequeño árbol navideño de plástico que ponían cada año.

—¿Eres Santa?

El hombre dejó de poner los regalos de su saco.

—Vuélvete a dormir, niño —contestó una voz suave.

—¿Leíste mi carta? —preguntó arrastrando las palabras, apenas mantenía los ojos abiertos.

—Sí, Felipe. Ya duérmete o tu mamá te va a regañar.

Antes de quedarse dormido de nuevo, alcanzó a decir:

—Está bien. De regalo quisiera que mi papá se quede aquí en Navidad.

—Pero siempre llega para cuando abres tus regalos, ¿no?

Ya no hubo respuesta. Felipe se durmió. El hombre siguió sacando cajas de regalo. La mamá de Felipe se asomó desde la habitación y le sonrió a su esposo.

A la mañana siguiente, su papá entró a la casa con un gorro rojo en la cabeza. Felipe lo estaba esperando para abrir los regalos debajo del árbol.

—No me trajo el Batman con la batimoto que le pedí.

—Yo creo que ese estaba difícil de conseguir. Tal vez tuvo que dejárselo a otro niño —contestó su papá luego de unos instantes.

—Está bien. A lo mejor ese niño lo quiere más que yo.

Felipe abrazó a su papá y luego dijo en voz baja.

—Yo creo que Santa no leyó mi carta. No me trajo nada de lo que pedí, excepto a ti.

Mi regalo 

Por Missael Mireles

—La verdad, hijo, es que Santa no existe…somos nosotros quienes dejamos tus regalos bajo el árbol- me dijo mi papá unos días antes de Navidad. 

 Recuerdo haberme dormido con una extraña nostalgia la noche del 24 de diciembre; me sentía decepcionado, pero también tranquilo, probablemente por mera resignación. Esa misma noche, me desperté cerca de las dos de la mañana. Un pequeño ruido en la sala. 

Me asomé. Ahí estaba el sujeto de traje rojo. Me miró, y después, me guiñó el ojo. Una larga barba blanca le creció de repente. Era mi papá. 

Navidades cortas

Por Alejandra Maraveles

El año pasado, con mi alma llena del ánimo de las festividades, pedí a Santa que el espíritu navideño fuera permanente todo el año.

Al inicio todo iba espectacular, no sólo durante diciembre y principios de enero los adornos estuvieron puestos, y la gente seguía deseando felices fiestas, era agradable ver a la gente sonriendo, los adornos titilando y el optimismo latente.

Cuando llegó febrero, las personas se olvidaron de festejar San Valentín, porque seguían instalados en la navidad… y comenzaba a verse los estragos, la gente se preguntaba, ¿por qué seguíamos estacionados en la época decembrina?

Algo semejante sucedió cuando llegó Semana Santa, la gente seguía con los nacimientos puestos y los arbolitos descoloridos que iban acumulando polvo. La gente ya estaba cansada de “All I want for Christmas is you” de Mariah Carey, que seguía escuchándose en la radio y en cada establecimiento al que entrabas. Algunos patrones ni siquiera querían dar los días santos, el 25 de diciembre se vislumbraba lejos.

A pesar del paso de las estaciones, las colas para pagar en el súper siempre eran interminables, el papel de envoltura, el ponche se vendían al por mayor. En las neveras encontrabas los pavos listos para cocinarse, los romeritos y el bacalao. Los adornos de estrellas y renos seguían pendiendo del techo de cada tienda, las lucecitas en las casas seguían encendiéndose.

Para verano, la cosa estaba llegando a su límite, en las boutiques sólo encontrabas suéteres y gabardinas, los trajes de baño se habían agotado desde semana santa y la ropa que se resurtía era de invierno, los saldos de ropa cómoda y fresca se acabaron en cuanto la temperatura comenzó a elevarse.

Por doce meses, las personas saludaban con sonrisas fingidas, el espíritu se había mantenido superficialmente, pero todos estaban hartos de los villancicos, de los adornos navideños, de desear feliz año cuando estaban por entrar a octubre. 

El resto de festividades quedaron opacadas por la Navidad. En mis adentros sólo esperaba que nadie se enterara de que la culpa de esta situación había sido mía.

A medida que se iba acercando de nuevo diciembre, hice mi carta con mucho cuidado, este año he pedido que todo vuelva a la normalidad, espero que Santa me lo cumpla.

La cartita

Por Emmanuel Ochoa

—¿Qué haces? —preguntó la abuelita de Ana.

—Escribo mi carta para el Niño Dios —contestó, concentrada en su escritura.

La abuela miró desde arriba, vio tan solo una línea, mas no pudo ver lo que decía.

No hubo cena navideña. El ambiente en la casa era muy difícil. Nadie quería convivir. Ana se levantó de la cama de sus papás, que pidió durante esos días. Para caminar por el pasillo de madera en silencio, se puso sus calcetas de reno. Bajó a la sala iluminada por los colores de las luces del árbol. Tomó su carta y un encendedor. Salió por la cocina al jardín. Prendió fuego a su carta y la soltó encima de un tazón, y al apagarse, soltó las cenizas al aire.

Volvió a la cama y no despertó sino hasta que la luz del día se filtraba por la ventana y escuchó la puerta de la calle abriéndose.

Su corazón latió con fuerza y sus manos empezaron a sudar. Aguantó la respiración mientras bajaba las escaleras. Escuchó algunos saludos y voces. Encontró en una silla de ruedas a su mamá, empujada por su papá. Ambos la miraron. Ana permaneció en silencio, aguardando.

—Hola, bebé —dijo con voz débil pero feliz su mamá, quién logró levantar sus brazos.

Ana, llorando, corrió hacia ella. Su papá se acercó y se fundieron en un abrazo, rodeados por los abuelos y familiares de Ana que se habían quedado en Navidad para cuidarla.

Después de unos minutos, su mamá le dijo al oído:

—¿Quieres ver si te llegó lo que pediste para Navidad?

—Sí llegó —contestó Ana con un susurro.

La carta que Ana quemó decía: Que mamá regrese del hospital curada.