
Verdadero monstruo
Por Alejandra Maraveles
Ayer escuché a mi vecino quejarse con miedo sobre espíritus que lo están espantando en su casa. A mí me asusta más él con sus gritos de energúmeno hacia los habitantes de la calle, entre ellos, ancianos y mujeres que viven solas; además de las constantes amenazas de mandar golpear, chocar carros o desaparecer vehículos que hace a los residentes cuando alguien se atreve a contestarle.
El altar de los vivos
Por Emmanuel Ochoa Ortiz
—¡Apúrate, flaca! —gritaba don Ernesto—. ¡Ya casi es hora!
Amelia corría detrás de su esposo. Las chanclas que llevaba, con las que terminó, se le salían de los pies y no quería tropezarse.
—¿Y qué si te caes? No te vas a morir por eso —contestaba riendo don Ernesto.
—Pues no, amor, pero no quiero tirar los pétalos del cempasúchil. Ya sonó la primera campanada, no tendría tiempo para recogerlo—. Amelia miró al cielo, el sol se ocultaba y las sombras de sus vecinos en el barrio se alargaban antes de mezclarse entre las sombras—. ¿Traes la foto de Miriam?
—Aquí la tengo guardada.
Pasaron delante de la casa de doña Alva.
—¡Buenas noches! —les gritó, castañeando su dentadura—. ¿Listos para el altar?
—Listos, listos —respondió don Ernesto sin mirarla.
Sus vecinos ya estaban entrando a sus casas. Amelia se detuvo y miró a doña Alva, quien le preguntó:
—¿Ya es el segundo altar de su niña?
—Tercero—. La vecina era un poco imprudente, pero a Amelia le gustaba hablar de su pequeña—. ¿Usted no va a hacer ningún altar?
—No, ¿para qué? No me casé, no tuve hijos, no me llevé con mi familia. Así estoy bien. ¡Usted apúrese!
Amelia asintió y entró a su casa mientras el retumbar de la segunda y penúltima campanada hacía vibrar al mundo.
Ella se fue a la cocina y encendió el champurrado. La casa se llenó de un aroma a chocolate y canela. Lo vertió sobre una taza y regresó al altar
Don Ernesto colocó los pétalos que combinaban con la luz anaranjada filtrándose por su patio. Colocó un perrito de peluche, el favorito de Miriam. Luego puso la taza de champurrado humeante.
—Pon la foto, amor —le murmuró a un don Ernesto con dedos huesudos temblorosos y lágrimas saliendo de sus cuencas vacías.
Puso la foto de su niña en el marco especial y lo colocaron encima del altar. Se escuchó la tercera campanada. Un brilló entró y rodeó al marco. La foto se difuminó hasta convertirse en un cristal… Una ventana.
Se asomaron, tomados de las manos esqueléticas y miraron al otro mundo, donde su hija, Miriam hacía un altar para ellos, sus padres, acompañada de los nietos de don Ernesto y Amelia. Vieron la comida y bebidas que les dejaron, y vieron a su hija sonreír. Este era el tercer altar que le hacían desde que ambos partieron.
Nocturno
Por Maggo Rodríguez
Le despertaron los ladridos de sus perros. De un golpe abrió los ojos y se levantó. Aquel escándalo era diferente, los canes ladraban y gruñían con desesperación. Instintivamente se acercó al balcón, tras las cortinas miró a la calle. No prendió la luz, la bata medio abierta que desnudaba su pecho le daba la sensación de una gran vulnerabilidad.
Por la prisa, no se puso los lentes, sin embargo, no le hicieron falta para distinguir una figura entre las sombras de los naranjos de la acera frontal. Distinguió una silueta alta, masculina, inerte, de pie, parecía mirar a su dirección.
El corazón le latió con fuerza, algo le oprimía el pecho, eso le dificultaba respirar con calma. Se angustió, los ladridos no paraban, al contrario, creía que eran más fuertes que al principio. Temía, repasaba una y otra vez, no tenía armas en casa para defenderse.
Regresó a la mesita de noche. Una vez colocados los lentes, miró el móvil, la luz le lastimó, pero alcanzó a ver la hora: 02:22 AM. Tuvo la esperanza de no ser vista, siguió a oscuras, no quería advertir sus movimientos.
Apretó el celular, volvió a las cortinas, las abrió un poco, casi nada. La figura fue más clara, no era cualquier hombre, era él. Escudriñó la vestimenta, negro total del calzado a la camisa. Él seguía inmóvil, en la oscuridad, ahora sonreía.
Luz Eterna
Por Nicte G. Yuen
Yo estaba ahí, sentada en esa incómoda silla de hospital del IMSS, con la garganta cerrada a causa de una avalancha de llanto y angustia; mirando el cuerpo consumido por el cáncer. Ella tenía los ojos cerrados, sin embargo, parecía mirar hacia la ventana con una sonrisa plácida. Estiré la mano para acariciarle la mejilla, era evidente su cansancio. Me levanté para ir en busca de mi tercera taza de café. Al regresar, un par de susurros danzaban por el cuarto.
-Querida mía, estabas aún pequeña la última vez que nos vimos; pero ya es tiempo, ven, toma mi mano que nos esperan.
-¿A dónde?
-Con el abuelo y con tu papá.
La ventana estaba abierta y un frío congelante se colaba entre las batas verdes y las sábanas blancas. Me acerqué para cerrarla temiendo mirar hacia la camilla. Las piernas me temblaban y el corazón palpitaba enloquecido. Hacía mucho tiempo ya, pero estaba segura que se trataba de la voz de la abuela.
-Yo siempre estoy.
Cerré los ojos cuando sentí una mano sobre mi hombro. Apenas un roce. Fue entonces que escuché el último suspiro desvanecerse con la más dolorosa lentitud.
Pruebas de amor
Por Maggo Rodríguez
No dudes que te sigo amando. Que ya estés con Diosito no significa que te haya olvidado. Ahora tengo que ponerte tu altar y, como hay un montón de trabajo en la oficina, no he podido ir al mercado de Mezquitán por flores; he dejado de lado mi orgullo y le pedí a Inés que me enseñara a hacer cempasúchiles de papel.
Caminé poco más de dos horas en el tianguis de Tonalá buscando la calavera más bonita para ponerle tu nombre, y sahumerios para el copal. Entre carriolas, turistas, compradores y vendedores de aguas de dudosa procedencia puse a prueba mi paciencia, sólo para ti.
Fui al centro, un miércoles a mediodía, me lo dieron en compensación de las 12 horas de jornada del sábado. Iba por dos cirios medianos, de una buena cera, porque no me gustan las veladoras (me siguen dando miedo), ¿sabes dónde las compré? Con el señor que nunca tiene cambio. No hay novedad, sigue sin cambio, así que también tuve que ir a feriar uno de 200 al banco.
No dudes que te sigo amando, porque, aunque estés muerto, sigo dándolo todo por ti.
