
Por Emmanuel Ochoa
Seis de octubre de 1977. Me dijeron que ese día pasaría. Ese día fallecerías.
¿Se preguntan mi fecha de caducidad?
Los tiempos cambiaron. La gente tiene en su frente la fecha en que va a fallecer. Es una bendición, piensan algunos. Así sabes cuánto tiempo queda. Para arreglar los papeles, para hacer los trámites, para hacer tu primer viaje, para hacer tu último viaje, para escribir ese libro que siempre has querido, para componer ese álbum que toda la vida has imaginado.
Y sobre todas las cosas, que sabes cuánto tiempo te queda para decir lo que quieres. Te amo, te pido perdón, me dolió, me encantó. Gracias.
Estás preparado para lo que viene.
Eso pensaba yo. Que uno se puede anticipar a la mala situación. Pero un día falleció la abuela y fuimos al velorio con el féretro en medio.
—Papá, ¿por qué lloran? Pensé que estaban preparados.
—También pensé eso —contestaste, sin ocultar que tú también tenías lágrimas—. Pero supongo que nunca se está listo.
Un día, cuando sentiste que tenía la edad suficiente para entenderlo, dijiste:
—¿Ves esto? —señalaste la fecha de caducidad en tu frente—. Seis de octubre de 1977, recuérdalo. Lo tengo en la frente. No se te olvide. Tienes que estar lista. Pero por lo menos nos queda mucho tiempo para ser felices, ¿te parece?
Claro que estaba perfecto. ¡Casi treinta años más de vida contigo! Yo, siendo niña, dos meses de espera para la Navidad me parecían una eternidad, ni se diga treinta años. Bien podrían haberme dicho cien años y lo creería.
Fuimos felices, ¿verdad? Me regalaste muchos juguetes, peluches, una bicicleta, mi primer celular. Me dabas libros para dibujar y para leer. Pasabas por mí al colegio, me llevabas al parque, al cine, a las fiestas de cumpleaños, a comer lo que me gustaba.
Claro que nada es perfecto. Había algunas peleas, alcé la voz demasiado, e innecesariamente ahora que lo pienso. Eso ocurre cuando ambos somos igual de tercos. Lo que daría por no haber peleado en esas ocasiones y mejor haber puesto la televisión y ver algo divertido. Pero sabes que eso nunca rompió nada en nuestro interior, ¿verdad? Claro que lo sabes. A veces siento que todo se te resbalaba. Nunca te tomabas nada personal. Al día siguiente nos abrazábamos normal y la vida continuaba.
Durante tantos años pensé en qué te diría este día. Cambiaba, quitaba y agregaba detalles. Tenía siempre un discurso preparado. Yo sí estaré lista, es lo que pensé.
Caminaba velozmente, sabiendo que todavía estabas en este mundo, con nosotros y que alcanzaría a decirte mi discurso, doblado y guardado en un sobre que tenía en el bolsillo interior de mi chamarra.
El día anterior desperté normal, tranquila. Te hablé y pregunté cómo te sentías. Siendo tú mismo, dijiste:
—Tranquila, estoy bien —luego tosiste fuerte y te fuiste acostar en tu sillón a leer un poco—. Sólo estoy un poco cansado, con sueño.
Era lo normal en esos últimos días. Mas nunca dejaste de ser la misma persona. Sonriente, calmado. Leías, veías la televisión. Todavía trabajabas. Te veían cansado, los ojos más hundidos, más delgado. Pero nadie podía imaginarse lo que estabas pasando. Ni siquiera yo. A la fecha no he conseguido saber, y probablemente jamás lo haga, cuán doloroso fue todo.
Sin embargo, llegado el día, entrando por la puerta, el resto de mi familia, observándome con ojos llorosos, yo sabía estar preparada. Ibas a descansar, al menos y, lo más valioso, no partirías sin saber todo lo que tenía preparado.
Saludé con una mirada a los presentes. Asentí con la cabeza. ¿Por qué lloran? Me preguntaba. Claro, no estaba feliz, pero estaba tranquila. Respiré profundamente. Subí las escaleras, una última puerta abriéndose y te vi, recostado, con los ojos cerrados.
Vi a mamá. Me hizo una seña, también con lágrimas en su cara, para acercarme.
—Dile todo lo que quieras.
Tomé el sobre de mi chamarra, dando unos pasos adelante. Sonreí lo más que pude, una mirada tranquila, en paz. Estaba preparada. Saqué la carta. Tomé aire para comenzar a hablar.
—Papá, en este día, quiero decirte…
Me detuve brevemente para mirarte una vez más… Entonces, empecé a temblar, mi voz se cortó, mis pies se debilitaban. Mirándote entendí porque todos lloraban; porque tú también lloraste ese día en el velorio de la abuela.
Nunca nadie estaría listo, aún si supiéramos que este día llegaría. La carta se resbaló entre mis dedos
Te vi en la cama, cerrabas los ojos, apenas salía aire de tu boca, tu cuerpo no se movía. Sostuve tu mano, me acerqué a tu rostro, te di un beso en la mejilla, sentí la calidez de mis lágrimas cayendo sobre ti, manchando tu cobija y luego el sobre que se quedó encima. No importaba ya eso. ¿Dónde estaban todas las palabras que tenía preparadas? ¿Dónde quedó mi discurso? Yo sabía exactamente lo que te iba a decir. Durante treinta años agregaba y quitaba ideas. Gracias por esto, perdón por aquello, te disculpo por lo otro. Nada importaba ya. Ni siquiera podía abrir la boca. Los labios me temblaban y las lágrimas nublaban mis ojos.
¿Qué digo, qué digo? El tiempo se acercaba. Me prepararon para saber que ese día te ibas a ir. “Seis de octubre de 1977, recuérdalo. Lo tengo en la frente. No se te olvide”.
Y simplemente, junto a tu oído, dije:
—Gracias, papá. Te amo. Gracias por la vida que me diste.
Me levanté al día siguiente, acordándome de las palabras que tenía en el discurso, en la carta que dejé en tu cama y se quedó quién sabe dónde. No me preocupa. Dije lo que tenía que decir.
¿Se preguntan mi fecha de caducidad? Está aquí, en mi frente. Oh, claro. Disculpen que la haya tapado con una cinta. Es que, ¿saben? Al final, nunca estamos preparados.

