
Por Maggo Rodríguez
CIRILO
Cuando éramos niñas, mis primas y yo teníamos una actividad favorita que nos unía: cazar a Cirilo. Por órdenes de la abuela, teníamos la misión de atraparlo para darle un buen baño. No era fácil atraparlo, a veces era más listo que nosotras y se escondía en las llantas de las camionetas, pero otras lográbamos acorralarlo. Nunca se rendía, intentaba correr, escabullirse, quizá adivinaba su destino y se resistía. Aún después de ser atrapado nos arañaba, se retorcía y maullaba como diciendo ¡suéltenme!
Nos daba una entera satisfacción y hasta un poco de risa cómo el gato renegaba adentro de una bolsa de malla de colores donde antes hubo dulces y cajeta que nos habían traído de San Juan de los Lagos. Al final de aquel circo, Cirilo parecía un muñeco de peluche, quedaba blanquito y esponjado. Tal vez no estaba del todo bien darle un baño, pero siempre se llenaba de tierra o regresaba con el lomo verde por haberse revolcado en la hierba. Además, Cirilo fue el único gato que podía dormir en el sillón de la sala de los abuelos. Han pasado más de 20 años y extraño cazar a un inocente gato con mis primas.
FEA
Fue la última, a la que nadie escogió entre sus hermanas y hermanos porque, vaya, no era la perra más bonita de la camada. Su madre era una pastor alemán, su padre… nunca supimos, ni siquiera por el color de su pelaje que era una combinación de gris, negro y café con un mechón blanco en el pecho y uno pequeño en la frente; de su madre heredó las orejas, esas que se erigían apenas detectaba un sonido extraño o el ruido del escape de alguna moto.
Un día papá se enojó con ella, sus razones tendría, sólo recuerdo que un día regresé de la escuela y ella ya no estaba. Pero en su sangre corría la fortaleza de su madre y, a pesar de tener la cadenita rota, para mi sorpresa (y el pesar de mi padre) regresó a casa. Fue la perrita más fiel, era lista y muy ágil. Recuerdo que una vez me advirtió a su manera de una enorme serpiente que estaba cerca de mí y juntas la matamos.
La tuve que dejar en casa cuando me mudé a la ciudad, no pude encontrar una renta que la aceptará antes de que un automovilista le diera el pase al cielo de los perritos. Ahora mi Fea descansa en un terreno donde crece mucho pasto, flores rosas y pollitos unas florecitas amarillas que huelen delicioso, desde ahí sé que me sigue cuidando.
CASCABEL
Era mayo. Ni una brisa soplaba. La luz de la luna entraba por todas las ventanas traseras que tuve que abrir. Casi las 2. El ventilador tenía un par de días sin funcionar, me molestaba la situación, no podía dormir y en unas horas tendría que levantarme, me guardaba un día pesado.
Volví a la cama, solo me cubrí con una sábana. Sudaba, intenté crear una corriente de aire con un pedazo de plástico, pero era inútil, el calor me agobiaba. Recordé una técnica de respiraciones alargadas y comencé con eso para conciliar el sueño.
Con un temor infantil saqué una pierna de la sábana, parecía funcionar, me había relajado. De pronto escuché un ruido en la cocina, no le quise tomar importancia, regresé a las respiraciones. Algo se volvió a escuchar, sin duda era el sartén que había dejado en el fregadero. No me quise asomar, ¿alguien habrá entrado? no quería comprobarlo. El corazón se me empezó a acelerar, agarré valor, me asomé y no vi silueta alguna, ¿se darían cuenta que estaba despierta? estoy muerta, pensé, no se van a tocar el corazón conmigo.
Las campanadas del templo marcaban las tres, ya no eran horas de Dios. Otro ruido, ya no sabía qué mueble o traste lo producía, todo y nada pasaba por mi mente cuando de repente una mancha saltó a mi colchón.
Quise gritar, la figura elegante y lanuda enroscó su cola sobre las patas en las que se posaba, junto a mis pies “¡Pinche gato! ¿qué quieres?” le pregunté, pero me paralicé, ¿qué tal y me respondía? Alcancé a ver que era gris y una cinta con brillos le adornaba el cuello. Le hice un movimiento con el pie para que se fuera, él obedeció. Ya no pude dormir, me rendí, sólo esperé a que saliera el sol. Mi corazón seguía al mil por minuto.
Unos días después tuve que llevarle un encargo a Tania, mi vecina. La visita se alargó un poco, le conté lo que había pasado y me dijo que los mininos son de buena suerte. Se agachó entonces para mostrarme al suyo, un gato gris lanudo que tenía en el cuello una cinta de brillitos.
NINA
Que debía hacer ejercicio dijo el doctor. No entendía qué más ejercicio quería que yo hiciera si casi todos los días caminaba un par de kilómetros con mi perro Baby. Pues encontré un lugar bajo una jacaranda, en un amplio camellón. Había una banca, ahí amarraba a mi cachorro porque conozco su sobrada locura al ver otro perrito con el que, o quiere jugar, o quiere pleito.
A lo lejos vi una bola de pelos que parecía feliz de andar en la calle. Se acercó, era una perrita que le duplicaba el tamaño a Baby pero al parecer no la edad, porque se puso a jugar con él mientras yo hacía ejercicios para la espalda. Caí en cuenta que la perrita no venía con dueña o dueño, no sabía qué hacer y una señora que pasó me recomendó resguardarla o esperar ahí, seguramente ya la estaban buscando. Ni una cosa ni la otra, no me la podía llevar a casa, ¿qué tal y se la pasaba llorando mientras estuviera en la oficina?
Le di tiempo al tiempo y ahí me quedé haciendo sentadillas, saltos y estiramientos. Era tarde para mí y a estos perritos juguetones no les importaba. Se me ocurrió entonces qué podía llevarla con la veterinaria que atiende a mi perro, sólo estaba a un kilómetro. De seguro me regañarían en el trabajo, pero no quería dejar a la criatura a su suerte. Entonces le puse la correa de Baby, a él lo cargué en el brazo derecho.
Apenas había dado unos pasos cuando escuché unos gritos ¡Hey, hey, espera! Una chica venía corriendo hacia mí; la perrita se jaló, sabía quién era. La solté y la chica no paraba de llamarla ¡Nina, Nina! la abrazaba. Se derrumbó en un mar de llanto de alegría ¡Nina, Nina, gracias, gracias, en verdad gracias! Le ayudé a levantarse y las acompañamos a su camioneta. Sólo espero que la dueña de Nina no haya creído que me la quise robar.
