
Por Missael Mireles
Para Rogelio Alvarado no había nada de extraordinario en aquel miércoles: durmió poco más de seis horas, quedó satisfecho con su desayuno, y, al salir, se topó con un tráfico relativamente pesado en ciertos puntos de Guadalajara, más no lo suficiente como para impedirle conducir con calma. En el camino a la oficina, contó catorce Mini Coopers, pero sólo seis de ellos fueron rojos, y ahí comenzó el primer conflicto de la mañana; hasta ese entonces, llevaba contados dieciséis en total, de la misma tonalidad; le incomodaba que el rojo no fuese el dominante en aquellos autos compactos, los cuales consideraba que lucían mucho más atractivos en ese color. Sí, eso le molestaba más que el tráfico.
Y su frustración continuó vigente hasta llegar al estacionamiento del edificio corporativo, el único Mini Cooper que había ahí era el suyo, tan rojo como el vino tinto de frambuesa de Jocotepec.
Intercambió un sutil “Buenos días” con otras tres personas en el elevador del aparcamiento, cuyas conversaciones se filtraban en sus oídos: estrés por nuevos proyectos, la posibilidad de buscar un nuevo trabajo, la supuesta noticia de que la Línea 4 del Tren Ligero estaba en pasos de comenzar su construcción. En fin, cosas cotidianas. Siguió pensando en los pequeños autos ingleses rojos cuando ingresó al lobby del corporativo, mientras lanzó una amigable sonrisa a la recepcionista, la cual devolvió el gesto agitando la mano derecha. Registró su acceso con su identificación de la empresa, para después volver a ingresar en un elevador, esta vez, del edificio, con sólo un sujeto elegantemente vestido y en silencio.
Fue la cuarta persona en llegar a la oficina, eran las nueve con cuatro minutos, no era el tiempo ideal, pero tampoco había llegado tarde; era el tiempo de tolerancia. El líquido sanitizante de su dispensador correspondiente se había terminado, lo que resultó en otro elemento que estresó Rogelio, dado que le era imposible tocar sus cosas después de haber presionado los botones de los elevadores. El espacio casi vacío jugaba a su favor, y cambió el recipiente por el que estaba en el escritorio contiguo al suyo, el cual, por lo menos, estaba a la mitad. “Ni que fueran a darse cuenta”, pensó mientras intercambiaba los dispensadores.
Una vez realizado el primer ritual de limpieza tuvo lo necesario para comenzar la jornada laboral.
*
-Hoy se estrena Batman, ¿vas a ir a verla? – le preguntó Mabel desviando la mirada de su monitor.
-Nah, es miércoles, no la disfrutaría.
-Ah caray, ¿por qué?
-Es del tipo de actividades que me gusta hacer los fines, sin presiones ni nada. La quiero ver el sábado, más bien- Rogelio se recargó en el respaldo de su silla.
-Pero, ¿qué tiene? El día no debe influir, sólo es un momento de ocio.
-Ah claro, aunque…no sé, como que para mí no es lo mismo, sobre todo sabiendo que mañana hay que levantarse temprano y seguir con pendientes, por eso mejor me espero.
-Ja ja ja, estás bien loquito Roger- la risa de Mabel sonó como un what the fuck. Una repentina llamada interrumpió el trabajo de Rogelio, realizó el segundo ritual de limpieza antes de sujetar su iPhone, y después respondió. Era Diana, su esposa.
-Amor, olvidaste el puré de papa.
– ¡Mmmmta, sí, es cierto! Pos ni modo, me lo traigo mañana, ahí veré que más me como, si me queda hambre.
-Bueno, ojalá con eso te llenes.
-¡Claro que sí! No te preocupes, princesa- se despidió y colgó. Claro que seis albóndigas serían suficiente, un manjar que ansiaba devorar, y dicha emoción aumentó al llegar la hora de la comida, el momento de gloria. Se dirigió al baño, tercer ritual de limpieza, pero más completo: el jabón tenía un olor a cereza, pero no hacía la suficiente espuma. Presionó dos veces más el dispensador, y entonces le bastó. Ritual completado.
No le mintió a Diana cuando le aseguró que con esas carnosas y redondas albóndigas quedaría satisfecho. Los treinta y siete minutos que faltaban para retomar sus labores eran su momento perfecto de recreación. Lo primero que pensó al salir del edificio fue el sudor que tendría en la espalda durante su receso, a pesar de la caminata de sólo una cuadra para llegar al OXXO más cercano.
Camino con cautela para evitar que el pie izquierdo fuese el primero en cruzar las líneas del pavimento, otra incomodidad a evadir; pie derecho, línea, pie izquierdo, recuadro de pavimento, lo mismo debía hacer al momento de bajar y subir banquetas. Llegó al establecimiento, y la caminata correcta fue un éxito, ahora sólo quedaba empujar la puerta del OXXO con el puño. Té de jazmín, dulces de mora azul sin azúcar y toallitas desinfectantes. Roció su tarjeta de débito con el gel antibacterial colocado en la entrada después de pagar y jaló la puerta protegiendo la palma de su mano, esta vez la izquierda, con el ticket de compra. Pie derecho, línea, pie izquierdo, recuadro de pavimento. Permaneció en la zona de descanso exterior del edificio, la cual proporcionaba de lo más urbano: Punto Sao Paulo y los demás edificios pertenecientes a la zona de Providencia, al igual que las caravanas de autos circulando en ambos sentidos de avenida Patria. Sólo un Mini Cooper rojo, y otros dos negros.
Dieron las tres en punto. Momento de volver al trabajo, no sin antes hacer escala en el baño. Cuarto ritual de limpieza, tanto de palmas como del puño con el que había empujado la puerta del OXXO. Con eso debía bastar.
Si había algún aspecto del que estaba enamorado mientras permanecía en la oficina era el tiempo: nunca era lento y eso volvía más amena su jornada. Siempre sentía que sólo una hora había pasado tras terminar su receso. Y así continuó hasta casi las cinco y media, solo unas cuantas labores sencillas, de esas que aparecen repentinamente y no demoran más de doce minutos, después, otra llamada. Nunca imaginó que lo primero que escucharía al contestar sería la voz temblorosa y angustiada de Diana, quien, entre sollozos, le dio una noticia nada agradable: Rocío, su hija, se había roto un brazo en su clase de gimnasia. Por vez primera, a Rogelio le importó poco el trabajo y salió disparado de la oficina. La adrenalina no le permitió razonar durante la carrera por los elevadores y el lobby, ni se había inmutado de la velocidad con la que arrancó en el estacionamiento del edificio.
No podía tomar el tiempo con calma, pero tampoco quería ser imprudente al manejar; prefería que Rocío aguantara el dolor por unos minutos más a dejarla sin padre debido a un accidente.
*
La angustia se esfumó cuando el traumatólogo atendió a la niña. La lesión era severa, más no riesgosa; bastaban alrededor de dos meses para que el brazo de Rocío se recuperara, sólo debía ser cuidadosa con sus movimientos corporales y resistir la comezón provocada por el yeso. Rogelio podía percibir que en el rostro de Diana aún se percibía algo de miedo y tristeza, pero no tenía razones para culparla: se estaba comportando de la misma forma en que una madre lo haría. En cambio, los ánimos y la calma con la que el doctor los instruía respecto al cuidado de Rocío podían fungir como una anestesia a la desafortunada situación.
-¿Todavía te duele, hijita?- le preguntó inclinándose hacia ella, mientras caminaban por el pasillo del hospital, dejando atrás el consultorio del traumatólogo.
-Un poco, papi.
-Poco a poco, te dejará de doler, eres muy valiente- y le dio un beso en la frente. Diana cargó a la niña antes de ingresar a un elevador…
“Otro elevador”, un pensamiento que cayó como cubetazo de agua helada en la mente de Rogelio. Y entonces, una sucesión de recuerdos: la carrera de la oficina a su auto, los botones pulsados, ningún ritual de limpieza, ni tampoco ningún Mini Cooper. ¿Había visto alguno en el trayecto? No estaba seguro, dado que…no se había fijado en ello, nunca pensó en ninguna de esas cosas. ¿Importaban? Quizás, quizás no, era mucho más importante atender a Rocío. Una suave sensación de incomodidad recorrió sus manos; era aquello un indicio de que algo había sido diferente esa tarde. No limpió sus manos, ni siquiera con antibacterial o sanitizante, e ignoraba si en su camino se había topado con algún Mini Cooper rojo, mas nada cambió, ni en él, ni en su realidad: la vida seguía igual que en todos esos momentos en que sucumbía a sus obsesiones. ¿Era eso…un buen cambio? Tenía un conflicto interno, entre la incomodidad y un repentino hartazgo. “¿Piensas vivir durante toda tu vida de esa forma?”, era una pregunta que nunca se había formulado, sin embargo, la respuesta fue convincente para él: era un definitivo y rotundo “no”.
*
Estacionó su auto a sólo dos espacios de diferencia de donde solía dejarlo. Apagó el motor, bajó del vehículo con todas sus cosas necesarias para iniciar la jornada laboral, y no hizo más que dirigirse al elevador del estacionamiento. Observó los botones, ansioso por poner a prueba su “nueva realidad”. Ese día, no prestó atención al camino de ida al trabajo. No buscó, ni se preocupó por ver algún Mini Cooper.
