Kip Choj

Por Nicte G. Yuen

Cuentan los que cuentan que en los albores del nuevo siglo habitó en la selva yucateca un pájaro con una riqueza tan abundante como abundante era la amargura contenida en ese cuerpo de plumaje rojizo. Tan inmensa era su riqueza que pudo comprar todo el conocimiento existente en la península. Y después, rebosante de aquellos conocimientos regresó a la cima de uno de los tantos, tantísimos árboles que poseía. Desde ahí, cansado de sus aventuras, trató de recordar la última vez que había recibido una caricia. Había ocurrido muchos años atrás, cuando recién había llegado a la selva, le habían abrazado con amor y cantado bellas melodías; si cerraba los ojos y respiraba profundo alcanzaba a recordar. Su cuerpo entero se sacudía, erizándose hasta la más pequeña de sus plumas; entonces presa de aquellos recuerdos abría sus alas y daba largos recorridos. Volaba hasta la frontera con los manglares, supervisando a todas las familias que pagaban fuertes cantidades de granos y frutas para poder vivir en sus árboles. Mirándolos desde aquellas primeras horas de la mañana, notaba a la perfección cuan estúpidos eran, iban de aquí para allá cometiendo un error tras otro, casi como si no supieran lo que es ser un pájaro. Y apiadándose de ellos los visitaba al menos una vez por semana para regalarles un poco de su vasto conocimiento. Porque si no los iluminaba él, quién lo haría, seguirían recorriendo la selva con su estupidez a cuestas.

“Señora garza, tres peces seguidos, engullidos casi sin respirar… no, no, no… ¿Qué pretende dándose un atrancón? ¿Y luego cómo va a curarse la indigestión? ¡Porque seguro, seguro se indigesta!”

“¡Y luego usted señora Kuka´ con sus crías tan desplumadas! ¿Qué le ha ocurrido? ¿cómo sale así de casa?”

“No, no, no, señor Ibis, ni se le ocurra abrir el pico, tres peces son demasiados, estoy seguro, seguro que quiere defender a la señora garza porque usted ya se desayunó seis hace una hora. Tiene usted el pico muy largo y el estómago insaciable, ni piense en llegar a viejo”.

“¡Oiga, usted, si usted señora paloma! ¿Qué hace por estos manglares? ¿qué no ve que el pueblo más cercano queda a 18 kilómetros de distancia? ¡Vaya a ensuciarles las calles a los humanos! ¡ya, ya, váyase!”

“¡Ah no, no! Don Ch´ejum ya está con su picoteo insufrible… Alguien dígale que deje de hacerle agujeros a mi árbol. No no, no, nada de picoteos, no me interesa si tiene hijos a quienes alimentar.

Sin embargo, a ninguna de las aves les interesaban los consejos de Kip Choj. Los recibían porque era el dueño de una cuarta parte de la selva y los manglares, comían y vivían en sus dominios, por lo que sonreían y le daban las gracias por compartirles un poquito de sabiduría. Kip Choj agitaba sus alas gustoso, satisfecho y más rico que un día antes. Por supuesto que nadie hacía caso ni a medio consejo, apenas se daba vuelta se sacudían su sabiduría de encima y continuaban con sus vidas. De hecho, la señora garza comió tres peces más.

“Señores y señoras, lamento informar, porque de verdad lo lamento, que a partir de la próxima luna llena aumentaré un cincuenta por cierto más la renta de cada árbol en esta selva y un sesenta en los manglares. Como saben soy casi tan pobre como ustedes, y la necesidad me orilla a este aumento. No se preocupen, cuando vuele a sus árboles por la renta los iluminaré con sabios consejos que vendrán a resolver todo mal, todo sufrimiento…”

Las aves, de a poco, se fueron retirando, primero un par de árboles quedaron vacíos, después una docena, veinte, treinta. Kip Choj aleteaba furibundo mientras revisaba en qué estado le habían abandonado sus árboles.

“No puedo creer cómo hay pájaros tan tontos, uno tratando de ayudarlos a que tengan una mejor vida y ellos prefieren quedarse en su pendejez, sólo por no pagar un par de granos más.

Cuando la luna llena bañó con su luz la selva yucateca, Kip Choj se encontraba solo en la cima de su árbol, tratando de ahogar viejos recuerdos de caricias y besos que ya sentía de otra vida.