
Por Marisol R. Arnot
Fue una noche de luna llena. Cada vez que la tortuga clavaba sus aletas traseras para cavar el nido, Regina sentía que su cuerpo se iba hundiendo en la arena blanda hasta quedar completamente fundida en la cámara de setenta centímetros de profundidad. La parte inferior de su cuerpo se encontraba justo debajo de la cloaca de la tortuga y sintió cómo iban cayendo en su abdomen uno a uno los huevos. Su vientre se había vuelto de arena y sentía el calor de los huevos que se distribuían en la cavidad de su útero. Extendió su mano y palpó ese líquido viscoso que recubría los huevos y que ella conocía tan bien. Regina sintió una angustia nueva, la angustia de la maternidad de la que tanto había oído hablar; sin embargo, no se movió ni un ápice. Y como si la tortuga hubiera escuchado su temor, le dijo sin decirle que todo estaría bien, que ella confiaba en que sus huevos estarían protegidos en ese vientre antes yermo. Regina sonrió. Sentía la miradas tiernas y cómplices de su madre y de su abuela, las imaginó montadas sobre la enorme luna que parecía flotar en el mar. Ciento ocho huevos contó Regina. Al terminar de desovar, la tortuga tapó el nido con arena nueva y descendió por la playa hasta clavarse en las olas del mar que iban y venían.
Ese era el quinto verano en el que Regina acudía como voluntaria al campamento tortuguero en la costa de Nayarit, doce kilómetros de playa virgen que cada año recibe a miles de tortugas marinas para desovar en esa misma arena donde nacieron al menos nueve años antes. Sólo una tortuga de cada mil ha de llegar a edad adulta y tendrá la posibilidad de ser madre. Por eso se procura recolectar el mayor número de nidos, salvaguardar los huevos y protegerlos hasta que nacen las tortugas y son liberadas en el mar, con la esperanza de que los millares crezcan y con ello la posibilidad de que más tortugas lleguen a ser madres. Todo eso había aprendido Regina en los últimos años. Le apasionaba ser parte de aquella misión, pero nunca habría imaginado lo cerca que estaría de conservar la especie con todos esos huevos en su vientre.
Una vez seguido el rastro y encontrado el nido, había que trasladar los huevos a nidos artificiales donde se protegían durante los días de gestación. A pesar de que es durante la noche cuando llegan las tortugas, Regina sabía muy bien reconocer en la oscuridad el rastro de aquellas que ya habían dejado su nido sembrado en la arena, incluso sabía identificar cuándo los nidos eran reales y cuándo eran de camuflaje para despistar a los depredadores. Todo el proceso le parecía hermoso: buscar y recolectar los huevos, hacer los nidos en los corrales y liberar a las crías al cabo de cuarenta y cinco días. Pero lo que más le maravillaba era observar a las tortugas desovar. “La labor de parto”, decía ella. Cuando veía a una tortuga saliendo del mar, la seguía en silencio para presenciar cada paso del ritual; desde que la madre tortuga buscaba el sitio adecuado, a la altura correcta de la playa donde no pudiera ser arrastrada por alguna ola mientras dejaba sus huevos. Hacía el agujero con la profundidad necesaria, donde la temperatura fuera óptima, depositaba los huevos uno a uno y después rellenaba con arena suave. Una vez tapado el hoyo, se colocaba por encima y con pequeños saltitos aplanaba la zona con la panza. Finalmente, intentaba desvanecer el rastro de su silueta sobre la arena dando algunos giros y moviendo las aletas.
Regina sentía que un amor especial se le avivaba cuando la madre entraba en una especie de trance y se olvidaba del entorno al depositar los huevos en la cámara de arena. La tortuga producía unos sonidos apenas perceptibles y se le llenaban los ojos de lágrimas. Aunque los biólogos no se lo habían confirmado, Regina pensaba que podía ser el llanto de la tortuga, el llanto de una madre siendo parte de una de las expresiones más extraordinarias de la naturaleza: dar vida a otro ser. Para Regina, toda la perfección de la vida se concentraba en ese lapso, por eso ella también lloraba con alegría genuina. Hasta antes de su ahora embarazo, habría creído que estar cerca de las tortugas sería su única forma de tener contacto con la maternidad.
Y como si la vida lo hubiera estado haciendo a propósito, desde que le habían dicho que no podía tener hijos, Regina había comenzado a ver mujeres embarazadas y bebés por todas partes: bebés en carriolas, bebés con la madre, bebés con el padre, bebés con los abuelos. Incluso cuando no estaba en el campamento, cuando iba a casa a descansar, ponía uno de esos documentales sobre ecosistemas que tanto le gustaban y, aunque admiraba la fotografía de los paisajes, las imágenes que más prevalecían en la mente de Regina eran aquellas de cachorros puma que se acurrucaban contra el cuerpo de la madre, los bebés cóndor aprendiendo a usar sus alas por primera vez, los ciervos recién nacidos pegados a las tetas buscando alimentarse. Sin notarlo, pasaba las dos horas imaginando ser alguna de esas madres del reino animal. Ahora todo tenía que ver con la maternidad. Lo que más le enternecía era ver a las madres amamantar a sus crías, tanto en seres humanos como en animales. Se embelesaba cuando veía una boquita tierna succionando la leche de su madre. Pensaba que ese acto era una muestra de amor puro. Un acto de entrega total, de unidad. Era entonces cuando Regina derramaba algunas lágrimas. Por eso le habría parecido más lógico que aquel milagro hubiera venido de otro mamífero, una especie más cercana a la suya. Porque, aunque los huevos de la tortuga marina tienen el tamaño de una pelota de golf, ciento ocho pelotas de golf en un vientre humano no eran lo más fácil de cuidar y ocultar durante más de cuarenta días.
Porque no es lo mismo que te digan “No puedes tener hijos” a que no tenerlos se deba a una decisión consciente. Eso era lo que le dolía en el fondo: no poder elegir. Aunque era cierto que antes había preferido sus estudios, sus publicaciones, las conferencias, los viajes. Cuando le llegó el momento de considerar la maternidad como una posibilidad, ahora era su cuerpo el que se la negaba. Menos mal que su abuela había muerto antes de que se enterara de que su nieta sería “un jardín sin flores”, como ella solía llamar a las mujeres que no tenían hijos. En eso pensaba Regina mientras recorría la playa con los pies descalzos, sobando su abultada y deforme barriga, sintiendo el calor del atardecer atenuarse sobre sus hombros. Recordaba también a Ulises que hacía unos años y sobre esa misma arena, había decidido irse de su lado, el miedo a no poder ser padre le hizo escapar. Regina se preguntaba si Ulises ya tendría los hijos que deseaba y si eso lo hacía feliz. A ella le había quedado claro que no era lo mismo el amor por una persona y el amor por la idea de la persona. Ulises amaba la idea de tener hijos y Regina le parecía buena candidata para cumplir ese deseo, pero Ulises no la amaba a ella realmente. Le causó gracia imaginar la cara de incredulidad de Ulises cuando Regina le contara que ahora estaba embarazada, que iba a ser madre de ciento ocho tortugas marinas de la especie Golfina. Por su puesto la habría creído loca.
Durante los días de incubación, Regina cargó una panza disforme oculta bajo camisones holgados para no tener que dar explicaciones, por si acaso se encontraba con otros voluntarios que acudían de vez en cuando al campamento. “Menos mal que los huevos ya no crecen”, pensaba. Llevó a cabo las labores diarias en el campamento, pero con mucha más prudencia, sobre todo al agacharse a recoger huevos de los nidos. Temía aplastar alguno de los suyos con sus vísceras y ella sabía bien que, aunque el cascarón era flexible, podían romperse si se presionaban con fuerza. Le parecía curioso que, aunque no había tenido hijos antes y no creía que tener huevos en el vientre fuera lo más parecido a tener un bebé, su cuerpo parecía haberse adaptado con rapidez. Cada etapa de la gestación le parecía natural. Lo único que no terminaba de entender era que le hubieran crecido tanto los pechos. “Las tortugas no beben leche”, pensaba extrañada.
Era el día cuarenta y cinco. Amanecía y Regina regresaba de patrullar cuando sintió los primeros dolores. Caminaba lento y sostenía dos morrales llenos de huevos que había recolectado durante la madrugada. Se sentía más cansada de lo habitual. Intuyó que no tardaba en comenzar el trabajo de parto. Colocó los morrales por un lado, se puso de rodillas con las piernas abiertas y se levantó un poco el camisón. El estómago se le ponía muy duro por varios segundos y luego se le relajaba. El dolor era parecido al de un cólico menstrual, pero con mucha mayor intensidad. Suponía que también les podía llamar contracciones a esos dolores. Así estuvo unos minutos hasta que por fin los huevos comenzaron a eclosionar. Sintió la primera aletita asomarse por el cuello de su vagina. No le pareció extraño que no fuera la cabeza lo primero en salir. Ella había visto a miles de tortugas nacer y sabía que no siempre sacan primero la cabeza del cascarón, a veces era una pata o la colita. Y una vez que sintió que más de medio cuerpo de la primera cría estaba fuera, Regina introdujo sus dedos con cuidado para sostener el cuerpecito entero de la tortuga bebé y ayudarla a salir por completo. La colocó entre sus manos, le limpió los residuos de cascarón que se habían quedado adheridos a su tierno caparazón y la observó con detenimiento. La percibía mucho más hermosa y perfecta que las miles de tortuguitas bebés que ella misma había liberado durante tantos años en esa misma arena. La colocó en el suelo frente a ella y repitió el procedimiento con las demás. Cada vez que metía la mano y sacaba una, sentía alivio de que saliera viva. Sus ciento ocho primogénitas nacieron vivas. Eso quería decir que, aun sin la total experiencia de la maternidad, lo había hecho bien. Con el corazón hinchado de una felicidad nueva, Regina recordó con gratitud a la madre tortuga que hacía más de un mes le había confiado la incubación de sus crías.
No obstante, Regina no pudo disfrutar por mucho tiempo a sus recién nacidas, porque una vez que las tortuguitas tocaban suelo, instintivamente comenzaban a andar hacia el mar. Para cuando había salido la última del vientre de Regina, la mitad de las tortuguitas ya habían sido alcanzadas por las olas y se habían perdido en el mar. Regina se quedó de rodillas viéndolas partir. Tenía un sentimiento contrariado: un amor incondicional que no había sentido por nada ni por nadie. Pero también una terrible angustia porque sabía que las crías se enfrentarían a muchos peligros y ella no podría hacer nada por protegerlas. Se preguntaba si sentiría la misma angustia por un hijo de carne y hueso.
Cuando Regina vio a la última tortuguita fundirse en el horizonte, le gustó imaginar que alguna de ellas, de las suyas, pudiera ser la una en un millar que sobreviviría y que volvería al cabo de nueve años a desovar sobre esa misma arena. Le hubiera gustado decirle a la abuela que ya no era más un jardín sin flores.

