Un abrigo rojo

Por Emmanuel Ochoa

Lagos de Moreno, México, 26 de agosto de 1903

Querido Marco, te extraño:

¿Cómo está todo allá? Acá ya empezaron las ventiscas, pero todavía no hace frío. Mamá ya quiere ir comprando ropa para el invierno, ya sabes cómo es ella. Por cierto, ¿vendrás esta Navidad a casa? Quisiera presentarte a alguien que conocí.

Se llama Anna. La conocí un día que fui al parque. Los grandes ya no me dejan jugar con ellos desde que te fuiste, así que iba de regreso a casa. Pero en una banca vi a una niña de cabello negro. Se veía chica, sus pies colgaban de la banquita. Vi que llevaba un abrigo rojo muy grande y le pregunté si tenía calor. Me miró. Tiene ojos azules y una piel un poco pálida. Me dijo que no con la cabeza, pero se me hizo curiosa y tierna. Le pregunté si era nueva aquí, porque nunca la había visto. Dijo que no, que ella vivía a la vuelta, pero que hacía mucho tiempo que no salía de su casa. Me sorprendí porque creí que conocía a todos los niños. Tuve que irme porque aún no terminaba con las tareas, pero le dije que si quería podíamos vernos el día siguiente. Me presenté y ella me dijo su nombre, Anna.

Volví y ella estaba en la misma banca, usando el mismo abrigo rojo. Le pregunté que si no tenía más ropa que ponerse y no supo contestarme. Supongo que le gusta mucho su abrigo. Me senté con ella y empezamos a platicar. Más bien era yo quién hablaba, ¿sabes? Es raro, porque si recuerdas, yo soy muy callado; tú eres quién habla por mí. Pero con Anna era diferente. Ella me presta atención y puedo platicarle de todo. Solo sonríe, asiente y eso es todo, pero es agradable.

Un día logré que riera mucho. Le conté del día que fuimos al lago a atrapar ranas. Le dije que eran babosas y resbaladizas. ¿Te acuerdas de una que tenía en las manos, se me resbaló y al tratar de alcanzarla de nuevo me caí al agua? Pues le narré ese momento. Me gustó mucho su risa. Le pregunté si había tocado alguna vez a una rana y dijo que no. Entonces tomé una piedra, le puse un poco de lodo y agua, quería que lo supiera. Pasó algo muy raro. Tomé su mano y me asusté. Se sentía muy, muy helada. No era como tocar nieve, porque esa quema un poco. Con su mano, el frío pareció recorrerme desde la punta de los dedos hasta el hombro. Tal vez Anna tiene una enfermedad y por eso siempre usa abrigo.

Después de un tiempo le comenté que estaba un poco aburrido de estar en el parque siempre. Le propuse caminar por la colonia. Al principio se veía un poco asustada, pero aceptó. Se levantó de la banca. Tomé su mano, igual de fría que la otra vez, pero no me importó. Caminamos alrededor y me sorprendió ver que miraba con mucha atención cada casa y negocio. De hecho, cuando cruzamos una calle, tuve que sujetarla con fuerza porque no se fijó que venía uno de esos automóviles nuevos. Se asustó al verlo pasar tan rápido. Creo que es el primero que ve en su vida, tal vez nunca había salido de su casa.

Hablando de ello, no adivinarás dónde vive. Otro día que salimos a caminar, se nos hizo un poco tarde. Era un domingo y le dije que podía acompañarla hasta su casa. Ella dudó, y miraba de un lado a otro. Me preocupé porque tal vez Anna había olvidado dónde vivía. Pero al final, supo guiarme. Pues resulta que vive en la casa de verde, sabes cuál digo. La que está en medio de los Maltés y de los Barrón. Tuve que preguntarle varias veces si era ahí dónde realmente vivía, porque no lo podía creer. Me miró confundida, como si no entendiera mi sorpresa. Le dije que creíamos que estaba abandonada. Nadie sabía que alguien viviera ahí, mas ella no parecía comprender de qué hablaba.

Entonces recordé lo que Christian Barrón nos dijo una vez, que escuchaban ruidos que venían de esa casa. Ahora que recuerdo, dicen que en las noches parecían oírse voces, gente hablando. Supongo que son Anna y su familia, aunque un día le pregunté sobre ellos, sobre sus padres, o de si tiene hermanos. Ella dijo que sí, que tiene una mamá, pero se quedó pensando largo rato, parecía estar recordando. 

Pero un día algo cambió en Anna. Pasó hace dos semanas. Ella se sentía con mayor confianza caminando por las calles, aunque todavía se detenía a ver algún local, casa o árbol. Los miraba largo rato, cómo si no los reconociera. Justo estábamos afuera de la tienda de Miguel. Tiene un nuevo ventanal, tú no lo conoces. Yo pasé de largo, pero me di cuenta que Anna se había detenido. Miraba directamente al ventanal. Le pregunté que si quería entrar. Pero ella no reaccionaba, parecía estatua. La verdad, vi aquello como una oportunidad, igual que cuando tú me dabas consejos para hablar con niñas. Me acerqué a ella, sonriéndole y le tomé la mano, que siempre seguía helada. Por fin reaccionó, giró el rostro. Sus ojos se veían un poco húmedos. Levantó su otra mano y preguntó: “¿ves algo?”. Confundido, pero sin dejar de mostrarle una sonrisa, volteé y claramente vi el interior de la tienda. Estaba Miguel acomodando unas latas; la señora Jiménez y su hija caminando por un pasillo; y bueno, también vi mi reflejo, nada más. Sí, le contesté. Veo todo eso, y a mí. “¿Solo a ti?”. Pensé que era una prueba, así que le contesté que tal vez veía un futuro, entre ambos. Al decírselo, creo que volví a poner mi cara de tonto y debí haberme sonrojado mucho, porque sentí mis mejillas calientes. Al final, pareció gustarle mi respuesta, porque continuó caminando sin darle más vueltas al asunto.

Ese día la dejé en su casa. No volvió a comentar nada durante el camino. Le pregunté si se encontraba bien. Asintió, pero cuando nos detuvimos frente a su casa se quedó quieta frente a la puerta. “¿No vas a pasar?”, pregunté. Respondió que quería esperar un poco. “Me da un poco de miedo”, dijo después. Pero antes de que yo la cuestionara, ella sola continuó diciéndome que recordó que su mamá ya no estaba ahí en casa, y que ella estaba sola, desde hace mucho, mucho tiempo. Curiosamente, cuando dijo eso sentí algo de frío alrededor y empecé a temblar un poco. Le pregunté si sabía dónde estaba su mamá. Ella solo dijo que lejos, muy lejos. “Se fue con alguien. No, se la llevaron”. Preocupado, le propuse ir a la policía. Pero me detuvo. “No resolverán nada”. Finalmente, me miró y me dijo que tenía que entrar, aunque no quisiera. Yo no supe que decirle, así que me limité a preguntarle si nos seguiríamos viendo, porque quería que conociera a mi familia, a ti, hermano. Me dijo que sí, que ella seguirá en el pueblo.

Creo que Anna se ha animado a salir más veces de su casa sin que yo tenga que acompañarla, porque he oído a mis compañeros de clases, maestros y a mamá con sus amigos hablando de la chica del abrigo rojo que a veces aparece deambulando por las calles, aunque suele hacerlo en las noches. Les he dicho que es Anna, que vive en la casa que está en medio de la de los Maltés y los Barrón, pero todos me miran como si hubiera contado un chiste.

La he visto en ocasiones, aunque menos que antes. Tú sabes, las responsabilidades. Y también ella ha cambiado un poco. Hay días que la veo más relajada, sonriente; pero en otros días, está más callada, e incluso más fría cuando tomo su mano.

Te mando un fuerte abrazo y espero poderte ver en esta próxima Navidad. Te quiero, hermano.

Con cariño, Domingo.