
Por Danz Rodríguez
Seco el sudor de mi cara mientras ella pasa su lengua por mi tatuaje. Besa la superficie del dibujo, como si de otra boca se tratara, siento la punta de su lengua y sus dientes que intentan atrapar un labio que no tiene volumen. Separa su rostro, dejando un hilillo de saliva que brilla un poco antes de romperse, sus ojos, fijos en otros que sólo están dibujados y una sonrisa coqueta dirigida a mi piel. Eso hace que el calor que sentía en el vientre se convierta en un escalofrío que me recorre entero. Cierro los ojos, siento sus manos acariciarme, pero no hay piel cuya caricia pueda encender lo que ya se apagó. Me alejo de ella, digo que no puedo seguir, que me disculpe. Me sigue, siempre buscando mi pecho, a la imagen que ve ahí.
—No te vayas… ven, por favor.
Mientras me pongo la ropa, sigue sin verme a los ojos, mirando siempre a la altura de mi corazón con una expresión que se debate entre el llanto y la risa, sus manos siempre a punto de abalanzarse de nuevo hacia la tinta en mi piel. Por último, me pongo la camisa y parece romperse el hechizo que cayó sobre ella. Nuestros ojos se encuentran, la mirada de ella cambia, ya no es la que quería entregarse totalmente a lo que sea que viera en mi tatuaje, ahora está molesta, incrédula y con sus manos agarra mi camisa.
—Es que se parece mucho…no, está idéntico.
Con ira, me suelta y se dirige de nuevo a la cama, acuesta su cuerpo y se abraza a sí misma en posición fetal. La miro una última vez, ni las pecas de su espalda me convencen de intentarlo de nuevo, la humedad en mi pecho me da un poco de asco. Azoto la puerta de su departamento y salgo a la calle.
Mientras camino a casa, siento en el pecho la aguja que me hizo el tatuaje, el tamborileo del motor que inyecta la tinta, el ardor constante, el guante de látex del tatuador y recuerdo su mirada clavada en el trabajo. “Está quedando chingón”, dijo, equivocado no estaba. Los recuerdos se mezclan, la toalla de limpieza sobre la piel al rojo vivo y la lengua de ella, paso la mano sobre el pecho intentado quitar el ardor, sintiendo las reminiscencias de la sangre y la saliva.
La primera que lo vio fue mi abuela, como era su costumbre entró a mi cuarto sin tocar la puerta, los ojos clavados en el espejo donde yo miraba la recuperación de la piel, cómo estaba descarapelando de a poco y los pellejos tenían el color de la tinta. Nuestras miradas se cruzaron por un segundo y ella tiró un berrido, por un momento pensé que el enojo sería total y absoluto, con esa fuerza de los rencores que se acumulan, pero me abrazó, se acercó y con los ojos llenos de lágrimas dijo “es él, es él”, pasó sus dedos arrugados sobre la piel y sentí un dolor antiguo recorrer mi pecho. La alejé, sus ojos obsesionados con lo que veía. Me vestí y la abuela regresó a ser la que era, se secó las lágrimas y se fue.
El segundo que lo vio fue papá, al parecer después de unos días de estar preocupado porque la abuela parecía estar fuera de sí, logró sacarle la información y vino conmigo, enojado. “Enséñame esa chingadera”, y yo, sin ganas de discutir me quité la camisa. Rio de una manera extraña, comenzó a dar vueltas por la habitación y al final, confundido y un poco asqueado me dijo, “¿por qué chingados te rayaste a tu madre? Me das asco”. Cerró la puerta con odio, yo me quedé sin camisa y mirando lo que para mí era un dibujo abstracto nada más.
El celular vibra, es ella. “Regresa, por favor… no me dejes sola”. Cierro la aplicación, quiero gritarle “¿Me lo dices a mí? ¿o a lo que sea que veas en mi tatuaje?”. Pero no, quiero llegar a casa, abrir una cerveza, quizá robar algo más fuerte de la alacena e intentar averiguar cómo quitarme el dibujo de mi pecho.
La tercera persona en verlo fue mamá. Llego preocupada a mi habitación, traía una taza de café en la mano, como es su costumbre al enfrentarse a algún tema incómodo, siempre bromeábamos diciéndole que si la discusión se ponía difícil usaría el café como los calamares usan su tinta, para escapar. Por primera vez lo creí posible, pues cuando me quité la camisa, sus ojos se perdieron su color, sus pupilas temblaban y se tapó la boca para ahogar un grito. El café temblaba dentro de la taza, mamá apoyó el cuerpo en el umbral de la puerta y despacito dijo “¿De dónde lo conoces? ¿Por qué lo tienes pintado en el pecho?” Nuestras miradas se cruzaron, y vi lo que había visto en todas las miradas anteriores a la suya, un reconocimiento, un anhelo y el más profundo deseo de acercarse a la imagen que ahí había. Mamá se alejó, creo que lloraba.
Escupo la bilis que traigo mascando desde hace dos cuadras. Saboreo el recuerdo, hablando en el bar con el tatuador, amigo de ella, acerca del arte abstracto, del simbolismo, las interpretaciones y de la prueba de Rorschach. Al final de la segunda caguama ya había agendado mi cita, “va a quedar chingón, dijo”, le sigo creyendo. Todos quienes lo han visto han tenido la misma reacción, sus ojos incrédulos, resultando en ira, deseo, asco y lágrimas. Es curioso que nadie haya hablado de lo que ve en mi pecho con los demás. Me detengo en seco, en la esquina está ella. Vestida de prisa, con pants guangos, chanclas y la blusa que usa para dormir, demasiado grande para llevarla fuera de la cama. Me mira, a los ojos, se acerca, las llaves del coche en la mano. En sus ojos miro muchas emociones con las que no quiero lidiar así que me enfoco en las uñas de sus pies, pintadas de un color metálico y que se aferran a la suela mientras habla.
—No me dejes sola, por favor… dijiste que estarías conmigo todo el fin de semana
Me pierdo en imaginarme los escenarios, las sensaciones y los dos días con ella, con ella mirándome, pero no a mí. Jamás la había visto tan así, llena de vida, energía, hasta su olor es diferente, su voz es más dulce, el brillo de sus pupilas intenso y…
—Me lo voy a quitar, no sé cómo, pero esto no se queda así…
Se acerca, ahora la punta de sus dedos de los pies alcanza los tenis, y con el dedo gordo acaricia la tela de mi calzado. Siento su respiración que calienta mi camisa.
—Está bien… pero hoy no, ¿verdad? ¿Ni mañana?
Antes de entender por qué, comienzo a llorar lagrimas lentas que caen a sus pies y ella me abraza, me canta una canción que no conozco al oído y me dice que todo está bien, que regresemos a su departamento, que allá estaremos más cómodos, que me hará papás a la francesa y un sándwich de pollo, dice que es mi comida favorita, pero sé que no es cierto, que comprará jugo de mango para hacer un smoothie, después del sexo veremos parque jurásico, jugaremos a ver quien recuerda mejor los diálogos y quien pierda hará la cena, ríe y comienza a hablar de cosas que nunca vivimos juntos, que ella vivió con alguien más; yo sólo atino a seguir llorando. Me lleva de la mano, entro al carro, ella lo enciende, me mira y sonríe, como nunca en los tres años de relación lo ha hecho.
—Estoy muy feliz de volver a verte…
Arranca, yo me quedo paralizado, siento todo un nuevo amor, intenso y cálido. Uno que no es mío, que no está pensado para mí, que las medidas están en hechas para otro cuerpo, uno que ella mira en mi tatuaje. Limpio mis lágrimas, me preparo para sentir el verdadero amor, uno que no está hecho para mi nombre pero que quiero disfrutar, aunque me cueste el alma. Acaricio su pierna y sin mirarla a los ojos, digo:
—Cariño, ¿me puedes recordar mi nombre? Ella suelta una risotada jubilosa, sus ojos brillan como dos esferas llenas de esperanza y compasión… dice un nombre que no es el mío y toma mi mano.

