
Por Emmanuel Ochoa
¿Cuántos años han pasado? ¿Quince, veinte…? Esperaba mientras su familia llegaba a celebrar la Nochebuena. Miraba la sala. Cuán diferente era a los años pasados. Todavía se preguntaba cómo podía caber un árbol de Navidad en ese espacio y, además, una jaula dónde el pequeño Maple aguardaba esa noche.
No, no era un problema para Maple en ese momento. Era demasiado pequeño. Cabía en su plato de comida, ahí enroscado, durmiendo, sin saber lo que serían sus próximos años de vida en un nuevo hogar. Luego creció, y ese plato se hizo demasiado pequeño para dormir.
“Necesita algo grande y cálido”, había dicho su papá, siempre detallista, obsesionado con la perfección de las cosas, pero empático, conmovido por las pequeñas criaturas que no podían ayudarse a sí mismas. Fueron a comprar algo dónde Maple pudiera resguardarse durante el frío invierno. Tal vez un guante de cocina o una cama acolchonada para perros pequeños. Pero ninguna cabía en su jaula.
A partir de ese recuerdo, algunas lágrimas empezaron a aglomerarse en sus ojos, y una de ellas cayó en el sillón de la sala. “Creo que no fui tan empático con Maple como mi papá lo fue. No tuve la conciencia de buscarle una cama cómoda, un espacio dónde pudiera dormir tranquilo”, pensaba.
Decidieron, o mejor dicho, su papá decidió que una bolsa de tela mediana funcionaría. Era para llevar víveres, nada extravagante. “Pero es del tamaño adecuado”, decía su papá. A la especie de Maple le encanta enroscarse y meterse en lugares que parezcan madrigueras. Está en su naturaleza.
Sí, sí. “Lo que sea está bien”, recordó contestar. O algo similar, cualquier frase insignificante que le permitiera volver a su vida de juegos y alegría, tal vez egoísta, sin pensar en el bienestar pleno de Maple.
“Dios, ojalá pudiera volver al pasado”, se decía. No era cómo que siempre estuviera triste por esos recuerdos. Solo que en ocasiones llegaban, raspando una vieja cicatriz que, si no se tocaba estaba bien, pero con ciertos pinchazos, arde.
Curioso que cuando traía a su mente los momentos felices, los días de juegos, las horas que pasaban persiguiéndose, saltando por aquí y por allá, ocultando juguetes y los zapatos de su mamá (quién se enojaba muchísimo), era cuando más se entristecía. Los recuerdos alegres traen consigo un aura de melancolía, de añoranza a los viejos tiempos, aquellos que eran más positivos, y con el pasar del tiempo, se pueden sentir desaprovechados.
“¡Oh, cómo quisiera volver a esos días!”. Meses con Maple enfermo, decayendo, y pocos veterinarios con la experiencia suficiente para tratar a la criatura. Pero no solo Maple tenía problemas de salud.
Las secuelas de una vieja fractura aún se sienten en el cuerpo y serán permanentes.
Hacía falta una cirugía más, la que le permitiera seguir adelante en su camino (¡casi literal!). Maple estaba en una veterinaria, en su tratamiento, con la confianza de que saldrían el mismo día de sus procedimientos y volverían a verse.
El sol se estaba ocultando y la familia llegaría en cualquier momento. Algo similar pensaba el día previo a la operación quirúrgica. Aguardaba junto con sus papás en el hospital. Tenían que esperar a que fueran llamados al laboratorio para sus estudios de sangre, evaluación para la anestesia y la explicación de cómo se llevaría a cabo el proceso. Es imposible ignorar el espacio de un hospital; sus olores, el frío que recorren a los pacientes que deben usar batas semi abiertas; las risas del personal médico, los llantos de los enfermos; ambulancias, gritos, quejidos, sollozos.
En el laboratorio terminan los análisis y todo se prepara para que al día siguiente pueda pasar a quirófano, con la fe de que todo saldrá bien con su pierna y volverá a caminar con cierta normalidad.
“¿Creen que Maple se recupere? ¿Podremos jugar de nuevo?” “Claro que sí”, respondieron con obviedad sus papás, sonrientes. Tal vez si viera esa imagen de nuevo, podría notar alguna diferencia en esas sonrisas, algo oculto en los ojos. O quién sabe, puede que en verdad pensaran eso. Al final, los papás sólo piensan en lo mejor para sus hijos, su prioridad, y ninguna mascota podrá suplantar ese cariño, por más indiferente que pueda sonar.
Las memorias de la recuperación luego de la cirugía son vagas. Más bien, no deseaba recordarlas mucho, aunque si su mente se concentraba, fácilmente podía ver las luces ambarinas, la revisión constante del personal, las extrañamente suaves pero ásperas cobijas de hospital.
Un par de días después, regresó a casa, con la satisfacción de que todo saldría bien y que solo era cuestión de continuar con rehabilitación, tiempo, paciencia y mucho conformismo.
En cama, una noche, después de las diez, su mamá ya dormía en otra habitación. Quizás sabía, o quizás no. Cuando entró a la casa al volver del hospital, vio la jaula vacía, el bote de agua seco, la bolsa dónde Maple dormía plana, sin ningún cuerpo ahí. Entonces, papá volvió. Se acercó. Apagó la tele. “¿Y Maple?”, preguntó. Hubo una respuesta, hubo mucho, mucho llanto. Muchas lágrimas que fluyeron por sus mejillas, como lo hacían en ese momento, quince o veinte años antes, esperando a su familia para celebrar la Nochebuena.
Toda pérdida es dolorosa, sí. Pero quizás es más dolorosa cuando viene acompañada de remordimientos. “¿Te cuidé lo suficiente, Maple? ¿Pudiste ser feliz aquí, conmigo?” Con un perro es más fácil saberlo. Te mueven la cola, sus caras son más expresivas. “Contigo era diferente. Quiero creer que lo fuiste. Que dentro de tu mente, tal vez más pequeña e ingenua que la de otras criaturas, disfrutaste ¿Te sentiste cómodo? ¿Te gustaba dormir en tu bolsa de víveres, cálida, oscura y acolchonada? ¿Despertar luego de estirarte, saltar, correr, robar, morder, deshacer…? Ojalá pudiera saber si era verdad lo que mi papá decía los días en que yo iba con amigos y no estaba cuando Maple jugaba: cuándo oía un ruido afuera corría a la puerta, y creo que estaba esperando que fueras tú. Sólo podré saberlo en otra vida, si es que la hay, y si no, me quedaré con la duda”.
“Maple, ¿me perdonas? No tenía edad para cuidarte mejor, para valorarte, para darte una mejor vida. Maple, perdóname si tu vida resultó más difícil. Si pudiera volver a esa Navidad cuando llegaste, pero con lo que ahora sé del mundo, te juro que te cuidaría mejor, jugaría más, estaría al pendiente de ti. Es increíble cómo cabías en ese pequeño plato de comida y que una bolsa de tela era suficiente para que pudieras dormir cuál bolita”.

