
Por Marisol R. Arnot
Escribo esto con angustia genuina. Esa angustia que solo las escritoras y los escritores que crean personajes reales, con una vida propia, conocen.
Mi personaje se llama Eulalio, apodado “El campanas”, es el campanero de la Parroquia de San Roque y uno de los quinientos habitantes de Pitres, un pueblo ubicado en la comarca central de la Alpujarra granadina.
Quise utilizar la vida de Eulalio para proyectar uno de mis más grandes sueños en la vida: tocar la campana de una iglesia. Después de todo, y como dice Rosa Montero: “En definitiva, escribimos porque queremos tener muchas vidas”. Me hace mucha ilusión imaginarme colgada de la soga para hacer golpear el badajo de un lado a otro y sentir la vibración provocada por el repique de esa hermosa pieza dorada hecha de cobre y estaño.
Esa era la labor de Eulalio, tocar las campanas de la iglesia. Y no solo para la celebración de la misa, sino también para otras eventualidades. Por ejemplo, Eulalio sabía que cuando fallecía algún caballero en el pueblo, debía subir a la torre de San Roque a tocar la campana grande seis veces y con intervalos de dos a tres segundos, ya que si el deceso era de una dama, se debían dar seis golpes con la grande y uno más con la pequeña, siete en total. De esa manera el pueblo entero se ponía de luto y vestía sus características fachadas blancas con un gran moño negro.
Por mi parte, con frecuencia surge la siguiente escena en mi imaginación: estamos en plena misa, de pie, siguiendo al coro con el Padre Nuestro y con nuestras palmas hacia arriba. De pronto, se escucha una voz a lo lejos: “¡Fuego! ¡Fuego!”. El coro se detiene de manera abrupta cuando entra un hombre corriendo para notificarle al sacerdote que la panadería de los García se está incendiando, que no lo han podido controlar y que comienza a extenderse hacia los campos. La audiencia comienza a agitarse, el sacerdote llama al campanero para que haga repicar las campanas con el código especial para incendios. El campanero no responde al llamado, el sacerdote se coloca en el centro del altar y pregunta si alguien en la audiencia sabe tocar el reclamo de incendios. “Yo”, me coloco heroica en el pasillo del centro, “yo, padre”, repito para que sepa quién soy. El padre me hace una seña para indicarme que puedo tomar acción enseguida, en mi recorrido hacia la torre, escucho a la audiencia murmurar, nadie se espera que una mujer sepa tocar las campanas y mucho menos que domine el toque de quema: cuatro toques con la campana grande, uno tras otro, seguidos por un golpe con la pequeña. La intención es alertar a todos los habitantes del pueblo para que se pongan a salvo y llamar la atención de aquellos que se encuentran alejados trabajando en el campo para que acudan a ayudar a los afectados. Así es como mi sueño se cumple.
Y todo eso de las claves lo sé por Eulalio mismo, mi personaje, porque justamente en una ocasión, mientras escribía su historia, le tocó dar el reclamo de incendios durante seis horas seguidas. El horno de la taberna de Manolo se había salido de control. Eulalio se encontraba cenando con su esposa María Mercedes y sus tres hijos pequeños. Comenzó a ver el humo elevarse a la distancia, soltó el trozo de pan que tenía en las manos, dio un último trago a su copa de vino y salió corriendo. María Mercedes se apresuró a cerrar las ventanas para evitar que el humo se metiera a su hogar y se refugió con los niños en una de las habitaciones del fondo de la casa.
Fueron seis largas horas de hacer repicar las campanas, hasta que, entre todos los vecinos, lograron apagar el fuego por completo. Por fortuna no hubo pérdidas humanas, tan sólo dos ovejas de la familia Fernández resultaron levemente heridas. Cuando amanecía y la gente del pueblo se congregaba para entrar a la misa de seis, en las escalinatas que llevan al atrio de la Parroquia de San Roque, comentaban lo ocurrido y todos coincidieron en que, de no haber sido por la rapidez con la que El campanas había reaccionado, no hubiera sido posible controlar el fuego a tiempo, que ya comenzaba a extenderse por los campos de trigo.
Eulalio se sentía orgulloso de su oficio, un oficio que había elegido desde que era un niño y el cual realizaba con profesionalismo y con pasión. Eulalio recuerda que, desde que escuchó a consciencia el sonido de las campanas por primera vez, cuando tenía tres años de edad, había decidido que cuando fuera adulto a eso quería dedicar sus días. Decisión que reafirmó en la primaria, cuando uno de sus profesores preguntó a los alumnos que qué querían ser de grandes, mientras los otros niños respondieron cosas como: policía, piloto, chofer de tranvía, presidente, Eulalio dijo sin titubear “quiero ser el que toca las campanas de la iglesia de San Roque”. Los niños de su clase se echaron a reír y el profesor le dijo que eso era no ser nada ni nadie, que pensara bien su respuesta para la próxima clase.
A decir verdad, a Eulalio no le hacía falta trabajar como campanero, había heredado el huerto de sus abuelos y entre María Mercedes y él trabajaban el campo y comercializaban los frutos del huerto. Tenían el dinero suficiente para vivir bien, dinero que incluso alcanzaría para sostener a los hijos de sus hijos. Pero ser campanero no era una necesidad para Eulalio, sino una pasión. Un oficio que alimentaba a su espíritu.
Y justo de eso iba el tema de mi relato “El campanas”, sobre el respeto a las visiones de otros, sobre el entendimiento de que, lo que hace feliz a unos, no tiene por qué hacer feliz a otros; sobre la idea de que se pueden defender las pasiones de uno por más ridículas y mediocres que parezcan a los otros; y que las burlas y las críticas se hacen cenizas cuando una verdad arde dentro de nuestro ser.
Me hacía feliz ver a Eulalio viviendo una vida tranquila en ese pequeño pueblo entre las montañas de la Sierra de Granada, con una linda familia y sirviendo a su pueblo con su talento. Y lo que me hacía feliz no era el que su vida fuera tranquila, sino el hecho de que Eulalio estaba viviendo la vida que él había decidido vivir y de la manera en que había decidido vivirla. Me inspiraba, me inyectaba un poco de la esperanza que se necesita para seguir mi camino como escritora. Aunque, también, confieso, me daba un poco de envidia al ver a Eulalio con tanto tiempo libre para leer, pasaba horas en la torre del campanario devorando los textos de Santa Teresa, de San Agustín, de San Juan de la Cruz… Pero digamos que todo iba bien con mi personaje, con su vida en el pueblo, con el conflicto de su historia, hasta que un día ocurrió algo que me hizo reconsiderar darle vida a este personaje.
Fue una tarde del verano pasado cuando recibí un audio de una buena amiga escritora, quien en ese momento pasaba sus vacaciones en un pueblo muy cercano al de mi personaje, también en la Alpujarra granadina, y mientras ella hablaba, sonaron de fondo unas campanadas. Y al mismo tiempo que yo pensaba “¡qué bonito!” ella interrumpió su charla para decirme que las campanadas de esa iglesia no eran reales, sino que se trataba de una grabación, era una bocina simulando ser las campanas del pueblo. Detuve su audio en seco invadida por la consternación. ¡¿Cómo era posible que la tecnología hubiera alcanzado hasta la torre de una iglesia de pueblo?!
Pensé en Eulalio. ¿Cómo sufriría si se enterara de que su sueño se vería mutilado por los alcances tecnológicos? No pude continuar escribiendo, tuve que parar antes de que Eulalio se enterara.
El cuento me sigue gustando: la idea central, el hilo conductor…Pero me he encariñado bastante con mi personaje. No podría soportar ver a Eulalio con el corazón destruido si se enterara de que pronto una bocina va a sustituir a todos los campaneros del mundo. ¿Estoy siendo exagerada?
Me puse a pensar en que ya he superado muchas otras artificialidades como: el pasto sintético, el queso “tipo” manchego, el “tipo” Mozzarella; los cortes de carne producidos por una impresora 3D; la miel “estilo maple; el “aroma de” vainilla, el “aroma de” trufa. Todo lo que parece, pero que no es y nunca será. ¡¿Pero unas campanadas que no son producidas por unas campanas reales?! Me parece inconcebible. ¿Cómo se le podría llamar a eso? ¿Sonido de campanas “estilo” Parroquia de San Roque?
Atribulada me siento. No sé cómo encarar esta situación tan angustiosa. Convencida estoy de que no sería ético de mi parte darle vida a mi personaje, llenarlo de ilusiones para luego destruirle la moral. Aunque, a decir verdad, creo que lo que más me acongoja es la idea de no poder cumplir mis sueños ni siquiera a través de mis personajes.

