
Por Emmanuel Ochoa
La bufanda roja se queda olvidada en la banca verde junto al roble de hojas anaranjadas y sueltas. Cubría un cuello, apenas hace un par de minutos. El viento soplaba sus ráfagas. Los pliegues de la bufanda, el cabello oscuro y las hojas en el césped se alzaban, unas volando muy lejos; hilos y cabello mezclados alrededor del tembloroso cuerpo. El rostro llenándose de lágrimas, a pesar de la sonrisa que lastimaba las mejillas.
Ella y ella se pusieron de pie. Se abrazaron, un último beso suave sobre los labios con sabor salado. La mirada en los ojos.
—Es mejor así —dijo una. La que tomó la decisión—. Podremos iniciar el año como un libro por llenar.
—Sí —respondió la otra.
Una dio media vuelta. Caminó deprisa. La otra esperó unos instantes más, observando ese cabello negro cada vez más lejos, preguntándose si había hecho lo correcto. Si no, ya habría tiempo de llorar.
Nadie se percató que un hilo de la bufanda se quedó amarrado en un filo de la banca cuando se pusieron de pie. Así quedó el pedazo de tela rojo, con un extremo flotando y el otro amarrado al metal.
—Tal vez venga por mí mañana.
—No, no lo hará. Fuiste un regalo de San Valentín. Representas dolor. Para cuando note tu ausencia, ella habrá ya tomado la decisión de continuar.
—¿Cómo lo sabes?
—Aquí, en mi asiento, hemos visto muchos corazones rotos. Conocemos las miradas, las voces, los primeros y últimos besos.
—¿Sabemos? ¿Quiénes son?
Una rama del roble se troza, cae al piso. Levanta polvo y más hojas tiradas.
—Hemos estado juntas —dijo el roble— desde hace casi cien años. En este pueblo no ha ocurrido nada sin que lo sepamos.
Hay aire. Le provoca frío a la bufanda. Quisiera estar alrededor de alguien. Sentirse cálida.
—Pensé que se amaban mucho. Se encontraron desde el colegio. Fueron sus primeros besos, según la oí comentar.
—Mira mis hojas—. Una ligera ráfaga permite que la bufanda pueda levantarse un poco, girar sus pliegues, mirar el gran tronco—. Ahora mismo están cayendo. Se desprenden. Algunas deben irse, seguir su rumbo, dejarse llevar por el viento. Es hora de cambiar.
—Aquí se han sentado parejas de todas las edades. Sus emociones quedan impregnadas en mí. Conozco el dolor, la dicha; el amor eterno y el pasajero. Sé cuándo terminarán juntos. O cuando todo acabó. La gente siempre termina poniéndose de pie y siguen un camino.
—Pero yo no puedo seguir. Nadie puede moverme. Me quedé atorada—. Percibe sus hilos aún amarrados al filo metálico—. ¿Qué haré ahora?
—Aguardar.
—¿Aguardar qué?
—El tiempo. Nosotros también estamos esperando. Mis raíces están muy metidas en la tierra. Siento su latir. Pero todavía me queda tiempo antes de moverme.
—Y ni se diga yo. Nada es permanente. Aunque tal vez, el metal en mí pueda tardar mucho en oxidarse—. Unas cuantas hojas se suben a la banca—. O tal vez lleguen trabajadores del ayuntamiento y me quiten, para adornar de nuevo parte de esta ciudad. No importa, un día nos iremos.
La bufanda no dice nada más, confundida. Hasta que una fuerte ráfaga sopla.
—Vaya, eso fue rápido.
—¡¿Qué está pasando?!
Un extremo de la bufanda se alza, se estira y se mueve descontroladamente.
—¡Te vas! —grita emocionada el roble—. ¡Es tu momento!
Mas siente un tirón fuerte, doloroso. Sus hilos agarrados a la banca.
—¡Suéltate! Hazlo antes de que el viento deje de soplar.
—Tiene que aceptarlo. ¡Te va a doler! Te va a desgarrar una parte de ti. Pero si no dejas atrás esos hilos, ¿cómo encontrarás otro cuello al que cubrir?
Dudando, pero emocionada con la idea de sentir de nuevo calor, brazos alrededor, se tensa y permite que los hilos se separen de ella con un único tirón fuerte.
Banca y roble observan una línea roja flotando más alto que los pequeños edificios de la ciudad. Unas tiras rojizas permanecen en la banca.
—Buen recuerdo —murmura a un árbol sin hojas.

