Minificciones de Halloween y Día de Muertos

Descansa en paz, Mercedes
Por Katia Massiel López

Después de convertirse en viuda, Teresa decidió mudarse a un pueblo lejos de la ciudad. Al paso de los días comenzó a sentir dentro de su casa una presencia cerca de ella, por un momento, creyó que era su esposo visitándole desde el más allá, pero una noche mientras dormía, la temperatura empezó a bajar y el frío terminó despertándola. A la orilla de su cama comenzó a visualizarse la silueta de una niña, el cuerpo de Teresa se erizó y quedó inmóvil hasta que el frío y la figura se desvanecieron.

La escena comenzó a repetirse cada noche, temía que algo cambiara y el ánima le causara daño, así pues, un día se armó de valor para ir al templo en busca de ayuda. Para su suerte, el padre de la parroquia estaba disponible y con premura le contó lo que ocurría, éste ya sabía al respecto, le contó que la gente murmuraba sobre un abuso que el progenitor de la niña, hacía la pequeña Mercedes. Así se llamaba el ánima que ahora se adueñaba de su sueño. También le comentó que la madre, por temor a ser juzgada, guardó silencio y vivió su duelo hasta morir de tristeza y el esposo enloquecido por su atentada aberración decidió terminar con su vida. El sacerdote accedió a ayudarla para que el ente dejara la casa en paz.

Esa noche, en casa de Teresa, ambos comenzaron a rezar hasta que una voz comenzó a hacerse presente en cada pared pidiendo una y otra vez ayuda para estar con su madre. Se dirigieron hasta el panteón para desenterrar los restos de Mercedes y llevarla a la tumba de su madre. Teresa y el sacerdote esperaron un largo rato hasta volver a ver al fantasma de la niña, pero esta vez junto a su madre, ambas se habían reencontrado y ahora tomadas de la mano encontrarían por fin el descanso eterno.


Soy médium
Por Alejandra Maraveles

Descubrí el don heredado por mi abuela, ese día en que decidí acabar con el desgraciado de mi marido, quien después de darme la golpiza de costumbre, de mi parte, recibió una fuerte dosis de veneno en su comida.

Cuando, por fin me sentía feliz de haberme escapado de él, su espíritu se apareció delante de mí. Mi vida se ha vuelto insoportable, jamás podré descansar de su presencia fantasmal. Mi sueño de libertad se convirtió en una pesadilla que me aprisionará para siempre.


Cansancio
Por Missael Mireles

Fatigado, casi hasta caer víctima del sueño nocturno, me encontraba por fin en mi habitación, misteriosamente fría como el ala de un cuervo. Con la vista nublada, que sólo me permitía ver imágenes distorsionadas, distinguí mi rostro en el espejo, demacrado, pálido y sumamente tétrico; mis ojos lucían como dos pequeñas perlas rojizas que, sin palabra alguna, mostraban a un ser de aspecto siniestro. Ahí estaba yo, sorprendido por mi extraño reflejo. Pero entonces, reaccioné: no era un espejo, era una ventana…


70 Años, Papá
Por Emmanuel Ochoa Ortiz

—Por fin se nos hizo, apá.

—Ey… —responde Luis Manuel.

—Mira, al Carlitos no le va a tocar esperar tanto años como a nosotros.

—¡Qué va! Apenas tiene doce años, ¿qué no? Ya trae pa’ aguantarse otros setenta.

—Ponle la chela ahí arriba, Carlitos. No, mijo, pero destápala primero. ¿Tú crees que tu abuelo puede destapar ahorita botellas? Ándale. Espérate, dale un traguito, pero no le digas a tu mamá, ¿va?

Hace una mueca. Papá y abuelo sueltan la risa.

—Era la favorita de tu abuelo, la Victoria. Por fin la probamos —se ríe y toca el escudo de la playera rojinegra encima de la foto de su papá.

—Gritaron un chingo —murmuró su papá, abuelo de Carlitos—. Hasta allá arriba se escucharon. Hubieras visto a tu tío Gustavo. Estaba encabronado. Pero pos el “Cubero” estaba al lado. Fíjate que le tocó a mi hermano darle la mano y felicitarnos por la estrella.

—¿Y viste, papá? Al torneo siguiente bicampeones, chingado.

—Ese ya no me preocupaba. El primero fue el chingón. Cayó el doce de diciembre. Tenía que ser así. No, la verdad el otro mejor me llevé a tu mamá a bailar. Acá se hacen fiestas todo el tiempo.

Luis Manuel cierra los ojos y recuerda el bailongo con su esposa. Ahorita ella anda en otra casa, visitando a sus hermanas mientras se toman unos traguitos de tequila. Y sin darse cuenta, su sombra parece reflejarse en la pared. Carlitos la ve.

—¡Papá, papá! ¡Mira! —Señala el muro, donde cree haber visto la silueta bailando. Pero Luis Manuel se detuvo. Estaba prohibido mostrarse tanto físicamente en el mundo de los vivos.

—¿Qué pasó, mijo?

Nota la cara decepcionada de su nieto, su sombra ya esfumada. Entonces, sopla un poco y las velas alrededor de su foto (todavía con su gran bigote y sonrisota), la chela fría y la camiseta del Atlas, se mueven, danzando al ritmo que Luis Manuel quería. Su hijo sonríe. Se ven unas lágrimas.

—Ya me voy, mijo. Cuida a tu hijo. Allá arriba los veré, espero en muchos más años. Ojalá y los cabrones no tarden otros setenta en salir campeones.


En un rinconcito
Por Maggo Rodríguez

Si desde el cielo me preguntas en qué parte de tu altar voy a poner mi amor por ti, te diré que, por ahí, en un rinconcito. Estará llameante en las veladoras que compré con don Güero, el de la tienda de la esquina. Te lo podrás beber en el mezcal de la última botella que me regalaste, lo acompañarás con unas rebanadas de naranja y chile molido con sal de gusano. El pan de muerto de la panadería Goiti es la mayor prueba de que todavía te amo, me resistí, como pude, a arrancarle siquiera un pedacito. ¿No lo ves? Está ahí, vibrante, como el olor mezclado de aserrín, copal y cempaxúchitl. Te lo mandaré con un beso en tu foto, esa que no he podido enmarcar porque tengo la creencia de que te estaría enterrando de nuevo. No me preguntes dónde voy a poner mi amor porque no sólo está en tu altar, sigue aquí, en todo mi ser.