
El perfume de Mamá Chuy
Por Katia Massiel López
De vez en cuando suelo recordar mi niñez con mucha inocencia y alegría, aquellas memorias de verano viven en mí dejándome un agradable destello de felicidad. A pesar de que era muy pequeña, amaba pasar el tiempo con mi abuela; su calidez, su peculiar forma de ser, su risa y su vivacidad me llenaban el alma ¿Cómo olvidarla? Si vive en cada parte de mí.
Acostumbraba entrar a su recamara y, como cualquier niña, jugaba con sus cosas o brincaba sobre su cama. Recuerdo ese frasco de perfume que siempre usaba con un aroma dulcecito y fresco el cual me remonta a aquellos tiempos en que sólo deseaba correr hacia ella, abrazarla e impregnarme de su olor. Algunas veces le pedía que me pusiera y, en más de una ocasión, me regaló de su perfume, pero en otras fingía hacerlo con un “¡tss, tss!”, al recordarlo me da risa, era tanta mi inocencia que aun así lograba sentirlo sobre mi ropa. No comprendo como algo tan simple lograba acercarme a ella…
Cuando Mamá Chuy falleció sentí una gran tristeza, creí nunca volver a sentirme feliz por nada, era una niña a final de cuentas. Pasaron los años y su pérdida dejó de pesarme tanto, solamente guardaba aquellos recuerdos en mi memoria, era mi refugió y mi felicidad. ¿Cómo olvidar la dicha de haber tenido a mi abuelita a mi lado? Llegó un punto en el que olvidé su perfume, su aroma, no quedaba rastro de que ella estuviera aquí, era como si una flor se hubiera marchitado hasta convertirse en polvo para dispersarse en el aire.
Al conseguir trabajo me propuse a buscar por mar y tierra ese perfume, pero por más que lo intentaba, era como si no existiera y se hubiera ido con ella. Me resigné a aceptar que no lo encontraría en ninguna parte. Cuando acepté mi derrota y lo había olvidado, una luz se encendió frente a mis ojos cuando hacía compras en línea, una ventanilla se abrió con la recomendación: “Esto podría interesarte”… Miré y miré aquella imagen frente a la pantalla de mi laptop, aquel perfume que tanto busqué estaba al alcance de un clic. Dudé si realmente era el mismo, fijé la vista en el intento por recordar el frasco, luego de unos segundos mis ojos se iluminaron y una larga sonrisa nació de manera inconsciente, estaba segura de que sí lo era. En la foto aparecía tan resplandeciente como la última vez que lo vi en su tocador, esa combinación de azules en el frasco me alegró el corazón, obviamente no dude en agregarlo al carrito y comprarlo.
Después de unos días el paquete llegó a mi domicilio, cuando por fin lo abrí y lo sostuve entre mis manos, rocié un poco sobre el aire, puedo jurar que en ese instante visualicé su rostro, el aroma era el mismo, no había cambiado en nada, sentí tanta paz que una vez más logré sentirme cerca de ella, como si Mamá Chuy nunca hubiera partido de mi lado.
Fiesta en verano
Por Alejandra Maraveles
Desde que recuerdo, no me gustan las fiestas de mi cumpleaños. En mi niñez lo poco que hay en mi memoria es pasarla en mi casa con un montón de bolos sin repartir y piñatas intactas porque los parientes no llegaban. He de aclarar que cumplo años en pleno verano, así que las tormentas e inundaciones siempre eran causa de las ausencias en mis festejos.
Mi mamá, después de varios años con el mismo escenario, llegó a un acuerdo conmigo, para mi cumpleaños iríamos de vacaciones en vez de fiesta. Esa situación fue el trato perfecto. Pasar en la playa o en alguna ciudad colonial, era mucho más divertido que una fiesta.
Al cumplir 15 años, la situación cambió, mi mamá quería la típica fiesta de quinceañera con el vestido largo, el local, la música en vivo. La idea entusiasta de mi madre era un golpe a mi acostumbrado viaje. Pasó meses, antes del día, tratando de convencerme, “Sólo la Misa”, después de varias semanas accedí a eso, “Un vestido, aunque no sea largo”, también logró embaucar con un vestido, sin embargo, al llegar a la fiesta, mi respuesta fue un rotundo “No”. La astucia de mi madre fue mayor que mi negación, ya que organizó un “desayuno”, que eventualmente se convirtió en “comida” y al final en una “cena”.
El verano llegó con un calor sofocante, el cual se sentía peor envuelta en un vestido de varias capas de tela. La cena se había convertido en una gran fiesta, donde cada espacio de la casa se ocupó por invitados, de hecho, poco faltaba para cerrar la calle de mi cuadra por la cantidad de gente recargada en los carros de los vecinos quienes platicaban a gusto. Por mi parte, me sentía traicionada por mi madre. Cuando pensé que aquello no podía empeorar, comenzó una fuerte tormenta, la energía eléctrica falló y la reunión se tuvo que alumbrar con velas. “Parece una telenovela de época, tú con vestido largo y sólo con luz de las velas”, me dijo más de una persona. Los invitados no se fueron, la fiesta se extendió gran parte de la noche.
Después de esa memorable celebración de quince años, me rendí. Comprendí que no puedo cambiar mi fecha de nacimiento, por diferentes circunstancias, irme de vacaciones no siempre es posible, así que estoy destinada a pasar muchas fiestas de verano. Mi único deseo es que, si algún día llego a casarme, definitivamente la fiesta será en invierno.
Un último chapuzón
Por Emmanuel Ochoa
Era tradición, cuando sonaba la última campanada en la Oak Falls High School, correr hacia el peñasco al final del bosque. Éste permitía dar un salto de casi doce metros hacia el lago del pueblo de Oak Falls.
Me atrasé un poco, caminé lento ese día. Miraba los comercios abiertos en el centro del pueblo. Sería la última vez que los vería por un año, al menos. Cuando llegué al peñasco, Terry, Oliver y Katherine ya estaban esperando, en su ropa interior, y con unas cervezas que seguramente Kath le habría robado a su tío.
—¿Por qué tardaste? —preguntaron.
—No importa eso. ¿Y Adriane?
Se encogieron de hombros. Negaron con la cabeza.
—Vamos a esperarla. No podemos hacer esto sin ella.
—Igual, no creo que convenga que ella salte esta vez, ¿no creen?
—No, no saltará, Terry —contesté—. Pero tiene que estar aquí. Es la última vez que podremos hacer esto.
Asintieron, y unas sonrisas se dibujaron cuando Oliver abrió la primera lata.
Nos acabamos las cervezas mientras reíamos y hablábamos de las universidades a las que iríamos. Pero Adriane no llegaba.
Entonces, sonó mi celular. Vi el nombre de contacto. Era la mamá de Adriane. Todos callaron mientras contestaba. Me dieron la noticia. Colgué, todos me observaban en silencio.
—Un último chapuzón —murmuré, antes de correr y lanzarme al lago donde mis lágrimas se fundieron con el agua.
Pocos segundos después, los demás se zambullían a mi lado. Y por siempre nos faltó Adriane.
La casa del perro
Por Nicté G. Yuen
Mi humana favorita, alias “Cariño” o “Marianita”, según quien esté de visita en la casa; ha pasado las primeras semanas de julio construyendo una casa de madera para que me proteja de las lluvias. Yo la observo desde el sillón ir y venir de la casa al jardín y del jardín a la casa, vociferando palabrotas que no pienso repetirles; que si con los clavos y el martillo, o el taladro y los tornillos, un serrucho, brochas y latas de pintura. Va y viene, va y viene y nomás no termina mi depa soñado con vista a la avenida. Pobre humana, ha de tener dos manos izquierdas y por eso de carpintera se muere de hambre. Ya hasta perdí la cuenta de cuántos tutoriales de esos, hágalo usted mismo en cinco minutos, ha visto a altas horas de la madrugada. Quizá los mira cuando intento dormir para fastidiarme la existencia, acá entre nos, ya le dije que deje de gastarse la quincena en maquillaje que nunca usa y se compre unos audífonos; pero para variar no me entiende. Bueno, el caso es que la inauguración se ve lejos, lejos, lejos. O eso creía yo, porque el otro día cuando regresé del spa dominical, la humana me sorprendió con una fabulosísima casa de madera, una de esas que cuestan $3000 pesos con el 30 % de descuento e impermeabilizante incluido.
