Alfalfa

Por Marisol Arnot

El hecho ocurrió en Río Blanco, en una de esas ocasiones en las que el abuelo me había llevado de visita a casa del tío Flor. Sabía que aquella finca estaba a las afueras de la ciudad porque por esos rumbos ya no había pavimento ni tantas casas, sino más bien construcciones a medias, largos caminos de terracería y terrenos baldíos. Para mí representaba una aventura desde que me trepaba a la caja de la pick up del abuelo, sin importarme dejarlo conducir solo. “Nomás agárrate bien”, me decía. Me gustaba ir de pie, sujeta del techo de la camioneta. Desde ahí contemplaba todo el panorama y dejaba que el viento me revolviera el pelo. Había un goce especial en sentir el cabello enredado, con la tierra pegada y la cara chamagosa.
Durante el camino, pasábamos a gentes montadas a caballo y jalando burros con el lomo repleto de triques. Esquivábamos a las gallinas que andaban despacio y que se atravesaban como si no les importara morir atropelladas. De pronto un grupo de perros mestizos nos perseguía amenazando con morder las llantas de la camioneta, nunca lo lograban, se rendían y se quedaban quietos, entonces sus ladridos se perdían en la distancia entre el polvo que nosotros levantábamos a nuestro paso.

El tío Flor siempre nos recibía gustoso en la puerta de su casa. En esa ocasión en particular, además de la misma camiseta, deslavada y con agujeros, y las chanclas que dejaban sus pies tiesos y resecos al descubierto, el tío Flor tenía en sus manos un hermoso conejo gris. Bajé de prisa de la camioneta y corrí a saludar al conejo. Se lo arranqué de las manos y lo sostuve un momento, era suave como los demás que corrían por el jardín trasero del tío Flor, solo que este era mucho más gordo que los otros. Lo coloqué en el suelo junto con los demás y recorrí como siempre cada rincón de aquella finca enorme y descuidada. La pintura verde pistache de las paredes se caía a trozos, las baldosas eran viejas, las escaleras de cemento estaban cuarteadas, los arcos de ladrillo que daban estructura a la casa estaban incompletos; había una piscina con azulejos rotos, vacía de agua y llena de hojas secas desde donde me gustaba jugar a los clavados. Parecía que nada tenía un orden ahí, nada era como debería ser, pero curiosamente era el desorden lo que me hacía feliz en ese lugar, porque todo era siempre diferente, nuevo. Nada era permanente.
No había tiempo de aborrecer el olor de los geranios porque pronto se desvanecía y era sustituido por el olor de los animales: vacas, conejos y gallinas; mezcla entre tierra mojada y caca de caballo. Incluso la peste del Río Blanco, que según el abuelo había dejado de ser blanco hace muchos años, me parecía agradable. Es como si a esa edad fuera más fácil encontrar belleza entre tanta fealdad.

Llegó el atardecer y el momento de despedirnos del tío Flor.
—Toma —dijo el abuelo al tiempo que colocaba en mis brazos al conejo gris—, nos vamos a llevar a este.
Le sonreí al abuelo y abracé al animal con gusto. Lo llamaría Alfalfa; siempre había querido tener un conejo que se llamara Alfalfa.

Dado el encargo de cuidar al nuevo pasajero, tuve que viajar de copiloto para el regreso a casa. Dejé de prestar atención al recorrido, tenía que mantener tranquilo al animal, que parecía ponerse nervioso con los movimientos bruscos del terreno irregular. Su naricita se abría y cerraba con más rapidez, sentía su corazón latiendo con fuerza entre sus costillas que se expandían y se contraían como un acordeón.
—¡Ya, ya… sh, sh, sh! —le acariciaba sus largas orejas.

Luego todo pasó tan rápido… El abuelo tomó el volante con la mano izquierda, y sin despegar la mirada del camino, extendió su mano derecha por debajo de su asiento, sacó una botella de refresco vacía y se volvió un instante hacia nosotros. Aprovechando que yo había despegado las manos de las orejas de Alfalfa, le lanzó un golpe directo a la cabeza haciéndole tronar el pequeño cráneo. Aquel sonido provocó un eco que reventó dentro de mi pecho.
Miré al abuelo confundida, intentaba entender su arrebato sanguinario.
—De una vez —dijo mientras se encogía de hombros y siguió conduciendo con la mirada al frente. Como si nada hubiera pasado. Como si un cadáver no yaciera en mi regazo.

Alfalfa movió sus patitas traseras un par de veces más, de su nariz ahora inmóvil escurrían unos hilos de sangre. Sus costillas habían dejado de expandirse. Su cuerpo entero languideció y se desplomó en mis piernas. Guardé silencio durante todo el camino de vuelta a casa y durante muchos días más.

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